jueves, 29 de julio de 2021

HISTORIAS CRUZADAS: EL DOLOR EMOCIONAL EN LA PAREJA

 



Roberto Vargas Arreola

 

Existen pocas aproximaciones al estudio de la pareja desde el psicoanálisis. Sus formulaciones han estado influidas principalmente por el estudio del inconsciente individual. Para Willi (1978), los problemas concretos en la pareja se consideraban importantes exclusivamente cuando podían activar conflictos internos. En la escucha clínica, el psicoanalista se preocupaba poco sobre la descripción fáctica del miembro de la pareja ya que las relaciones reales con el ambiente no se consideraban determinantes. Las relaciones con el objeto debían examinarse principalmente en el plano de la fantasía, ya que se partía de que éstas determinan la comprensión de la realidad. Fue hasta las formulaciones de la terapia de familia, que se puso en tela de juicio la vía de dirección única de sujeto a objeto ya que se descubrió que estas perturbaciones son recíprocas y no podían tratarse si no se atendía el medio patológico.

En un inicio, los conceptos de la terapia familiar se obtuvieron de las investigaciones de familias de esquizofrénicos. Se llegó a pensar que los padres creaban la psicosis en el niño y lo enviaban al médico como paciente identificado. No obstante, las manifestaciones sobre la influencia parental permitieron inferir que el paciente no es sólo el enfermo, sino que son los familiares quienes también se encuentran clínicamente afectados, aunque trasplantando su enfermedad. Estas ideas, nacidas en la terapia familiar sistémica, pueden ser igualmente estudiadas en la terapia de pareja.

En la escucha clínica de la pareja, ambos miembros hablan desde su subjetividad, sin embargo, también pueden situarse y hablar desde la entidad que inauguraron como pareja, su terceridad. Se trata de una historia en común, inscrita por el psiquismo de ambos, entrelazada por escenas y fantasmas, por continuidades y retornos, por encuentros y desencuentros; historia que puede percibirse abandonada, o herida, o amenazada, o frágil, pero siempre con un sustrato de dolor. Es paradójico que desde la mirada clínica impresione una unión perfecta, los laberintos de la subjetividad lograron encontrar una salida en el vínculo de amor, aunque ese descubrimiento no deja de ser doloroso. El amor y el dolor son constructos de cada época, aunque, independientemente del contexto social imperante, contienen dicotomías irreconciliables y generan emociones y sentimientos intensos e inestables.

Campuzano (2001) plantea que la representación de objeto de la pareja se construye desde el nacimiento tomando como prototipo a la pareja parental. Por efecto del tabú del incesto, se tiene que renunciar a las tendencias endogámicas. La renuncia, con su duelo inevitable, permitirá el pasaje a la exogamia para abandonar el lugar de hijo y ocupar el de un adulto sexual, con su consecuente cambio de representación. De los modelos originarios endogámicos se pasa a los objetos exogámicos bajo el tamiz selectivo de los amores parentales. El vínculo amoroso no puede escapar de un sustrato familiar y por ende ominoso.

En el grupo-pareja, de acuerdo con Campuzano (2001), se presenta una capacidad regresiva importante, en función de la capacidad evocadora que tiene por semejanza la relación con los objetos primarios. A estos hechos, se agrega que el enamoramiento se produce y mantiene mediante mecanismos regresivos, por lo que muchos ámbitos de intimidad de la pareja también tendrán ese matiz, implicando un cierto borramiento de las fronteras yo-no yo. La pareja sufre por las relaciones pasadas, su terceridad se extiende en una línea continua donde las historias anteriores son vividas como actuales. Por lo tanto, aparecen mecanismos primitivos de relación, comunicación y defensa como la proyección, introyección, negación e identificación proyectiva.

Sánchez Escárcega (en Campuzano, 2001) plantea que existe un self de pareja que funciona como una envoltura psíquica, con límites externos e internos, con una superficie que contiene y constriñe los intercambios vinculares, hacia dentro y hacia fuera, representa el locus de los fenómenos de pareja. Este espacio imaginario constituye la realidad psíquica de la pareja, el lugar de intercambios proyectivos e introyectivos de los objetos internos de la diada y de sus relaciones con el exterior. El mundo externo moviliza el mundo de representaciones internas de los miembros de la diada, así como sus representaciones de pareja. A su vez, la red interna de representaciones es susceptible de ser proyectada al exterior.

Campuzano (2011) señala que el vínculo de pareja estable tiende a cumplir con las siguientes funciones:

1)      Logro de un lugar, un estatus y un apoyo en la red social amplia.

2)      Apoyo e incremento de fuerza al unirse a un compañero, incluyendo lo económico.

3)      Satisfacción narcisista en el enamoramiento y formación de un sistema de confirmación e identidad en la pareja.

4)      Establecimiento de un sistema defensivo interpersonal -complementario y ligado a lo intrapsíquico- mediante la elección de la pareja.

5)      Depósito de la parte “psicótica” de la personalidad (esencialmente de lo simbiótico) en el sistema de pareja y familiar.

A partir de estos aportes se reconoce sistemáticamente la necesidad de cuestionar la noción individualista y de no atribuir el conflicto de pareja de manera unilateral, surgiendo la tendencia de considerar este tipo de vínculo como un “todo” o un “sistema” como lo enuncian las teorías de la comunicación. El vínculo de pareja es más que la suma de sus partes, es un sistema dentro de otros sistemas, mantenido por la dinámica, la inestabilidad y el equilibrio de las dependencias, las luchas de poder, las peleas, los distanciamientos, la actividad sexual, la organización de tareas, la relación con la familia de origen, entre otros.

La teoría de comunicación ha permitido observar que las relaciones de pareja son interdependientes en forma circular y se selecciona a la pareja sobre  la base de la complementariedad (ambos tienen necesidades opuestas pero complementarias) o la simetría (eligiendo quien tiene necesidades similares). Los miembros de la pareja parecen desempeñar recíprocamente funciones psíquicas y hacer alianzas inconscientes. Por otro lado, las personas tienden a vincularse amorosamente con quienes están en el mismo nivel de diferenciación psíquica, aunque paradójicamente, pueden tener pautas de organización defensiva opuestas.

Desde esta perspectiva, Campuzano (2001) refiere que suele predominar en las parejas la elección caracterológica complementaria defensiva (un hombre obsesivo con una mujer histérica); la elección caracterológica simétrica defensiva (un obsesivo con una fóbica) o la elección simétrica por debilidad (ambos cónyuges comparten una problemática semejante). Willi (1978) organiza una tipología de parejas con base en esta última modalidad, es decir, la tendencia de los seres humanos a ser atraídos por compañeros que poseen patrones opuestos de organización psíquica defensiva (progresiva o regresiva), aunque en un tema del desarrollo conflictivo para ambos.

El término de colusión puede ser sustentado bajo estas premisas. Colusión es un término utilizado por Willi (1978) para describir el juego conjunto no confesado, oculto recíprocamente, de dos o más compañeros a causa de un conflicto fundamental y similar no elaborado. Este conflicto actúa en diferentes papeles, lo que permite tener la impresión de que uno de los miembros es lo contrario del otro, pero se refiere sólo de variantes polarizadas del mismo conflicto. La pareja en el consultorio expone sus historias con ideas aparentemente incompatibles, en ocasiones las diferencias entre ambos se perciben inconmensurables. No obstante, la conexión en el conflicto fundamental y similar favorece los intentos de curación individual progresiva en uno de los miembros y regresiva en el otro, esperando que cada uno de ellos le libere de su propio conflicto. Ambos creen estar asegurados por su pareja en la defensa contra sus propias angustias, hasta tal punto que creen posible una satisfacción de la necesidad, no alcanzada hasta entonces. Las demandas al establecer un vínculo colusivo son altos. Los miembros de la pareja plantean demandas insostenibles e imposibles, sus raíces derivan de su historia familiar e infantil.

Las defensas progresivas y regresivas se fundamentan en los paralelos psicológicos que tiene el vínculo de pareja con la relación parental de la primera infancia. Como sujetos que establecen un vínculo amoroso, ya no están en una posición de niños, pero tampoco de adultos maduros. Por tanto, en la relación de pareja existe ambivalencia, apuntando por un lado a la regresión (retorno de la infancia) o a la progresión (comportamiento adulto). Las parejas atraviesan por regresiones y progresiones donde la ambivalencia desempeña un papel fundamental.

En las relaciones de pareja, unos se inclinan a fijarse en un comportamiento regresivo y a rechazar toda exigencia de conducta progresiva, esperando la satisfacción constante de sus necesidades de cuidado, dedicación, cariño y pasividad. En cambio, otros pretenden realizar una tarea superior al pretender “ser adultos”, evitan toda forma de comportamiento considerado infantil y se esfuerzan por parecer fuertes, maduros, superiores, con control de sus sentimientos, eludiendo la propia debilidad. Esta actitud sobrecompensadora no es más que una formación reactiva, por tanto, la actitud progresiva significa pseudo-madurez y no una madurez auténtica.

Algunos miembros de la pareja se fijan en la actitud regresiva por miedo al castigo y a que se le exija demasiado en el caso de que pretendan para sí formas de comportamiento más maduras; otros se fijan en la progresiva porque la regresiva les avergüenza. En los vínculos de pareja se encuentra con frecuencia la unión de un compañero que tiene necesidad de progresión con otro que precisa la satisfacción regresiva. Estas defensas se fortifican y fijan el uno ante el otro porque se necesitan mutuamente de esas funciones.

Para concluir, se precisa plantear algunas aproximaciones clínicas del dolor emocional en la pareja, muchas de ellas ya referidas anteriormente: Los miembros de la pareja sufren no sólo como individuos, sino como participantes de una terceridad; sus historias están cruzadas en diferentes coordenadas: el grado de diferenciación psíquica, las fijaciones libidinales, los conflictos preedípicos; desde trincheras diferentes se defienden pero comparten una angustia similar. Su drama consiste en el desconocimiento de los motivos inconscientes que los vinculan y que los hace aparecen fuera de escena, apelando a que el otro satisfaga una necesidad primaria imposible. Si las parejas se confrontan con la imposibilidad ¿qué hacen juntas?

Los miembros de la pareja encuentran una forma diferente de representarse a ellos mismos, desmienten la herida narcisista, la imagen devaluada y el contenido vergonzoso que deviene de la insatisfacción de sus ideales; la pareja encuentra modos diferentes de representar la realidad, el compañero aporta una mirada distinta de significarla y ello puede ser alentador para la repetición, el aislamiento y la muerte psíquica; la pareja encuentra modos de integrar una imagen de unión, de comunión, de fusión, desmintiendo con ello la muerte, los límites imaginarios y simbólicos; la pareja encuentra en esta unión una esperanza de salvación, ser liberado de sus conflictos, ser protegido ante sus amenazas, convenir con alguien más en sus utopías e ideales, en el supuesto de que ahora son más alcanzables…

Por supuesto, estos encuentros son confrontados por la imposibilidad, si existe una satisfacción de los mismos sólo es parcial. El efecto de ello puede ser doloroso, ya que genera insatisfacción y angustia que en los consultorios se traduce en reclamos y objeciones al otro. El ser humano no cesa de convocar la imposibilidad en sus actos, sus elecciones, motivaciones, deseos, ensoñaciones, vínculos, ideales, afectos. Quisiera todo para sí, la omnipotencia aguarda en cada acto una resolución final. Sin embargo, mientras estos encuentros se mantengan como necesidades irresolubles, mientras que haya un espacio para que el deseo pueda emerger, el dolor emocional de los miembros de la pareja se aloja en la condición de falta.

 

Referencias

Campuzano, M. (2001). La pareja humana, su psicología, sus conflictos, su tratamiento. Ciudad de México: AMPAG y Plaza y Valdés

Willi, J. (1978). La pareja humana: relación y conflicto. Madrid, España: Morata.

 

miércoles, 21 de octubre de 2020

La práctica psicoanalítica en tiempos de pandemia

 


Paulina Reyes Ferreira

 

Es estupendo estar escondido, pero desastroso no ser descubierto”.

“A mis pacientes que pagaron por enseñarme”

D.W. Winnicott

Desde la formación profesional como psicoterapeuta psicoanalítica se me presentaban cuestionamientos sobre las técnicas adecuadas a tomar en cuenta para una buena conducción dentro del setting analítico.

Estos cuestionamientos estaban principalmente dirigidos a lo que el analista debía hacer durante las sesiones; se me hablaba de la asociación libre del paciente y de la escucha flotante para una “adecuada interpretación”. Es entonces que mi labor se dirigía a estar atenta al paciente que al llegar a sesión colocaba en mí una posible solución a su sufrimiento psíquico, pero hubo un tiempo en que todo cambió. El espacio físico en el que se desarrollaba el setting analítico debía modificarse y desaparecer por tiempo indefinido.

Así como película de ciencia ficción, una mañana desperté con la noticia de que se tendría que modificar la rutina a la que ya estaba acostumbrada y que me hacía sentir cómoda y segura (¡Qué maravilloso era fantasear sobre la posibilidad de anticipar lo que sucedería!).

 Y entonces surgieron más dudas: las instrucciones por parte de las autoridades sanitarias fueron evitar el contacto físico y aumentar la distancia, iniciar el aislamiento, evitar tocar, hablar, toser, estornudar, lavarse las manos, desinfectar, rociar con cloro los zapatos, etc. Desde entonces ha sido realmente abrumador el bombardeo de instrucciones dadas para evitar el contagio y la presencia física de los otros se manifestó como una amenaza.

Ante la indudable necesidad de acatar las instrucciones de las autoridades sanitarias, se modificó el espacio analítico e inició una nueva manera de contactarme con mis analizados, esta vez por medio de la comunicación virtual como medida para permanecer. Es entonces que nuevas dudas emergen: ¿Cuál será el medio más adecuado: videollamada, llamada, mensajes? (¿Cartas, al estilo de la época en que vivía Freud?) ¿Cuál lugar dentro de casa será el más adecuado? Y en esta última pregunta se encontraban las necesidades de que fuera un lugar privado, en el que pudiéramos estar de nuevo mi analizado y yo, sin que el ruido de fuera nos distrajera y llamara la atención, ni mi pensamiento. Estando los tres, el analizado, la analista y el tercero analítico, así como ya lo habíamos vivido.

Cuando al fin logré terminar la tarea de adaptar un espacio que cumpliera con los requisitos anteriormente descritos, las dudas de nuevo me invadieron. ¿Qué pasa si no acepta seguir, qué pasa si ahora pierdo a mi paciente cuando más lo necesita (¿o lo necesitamos?)   Esta última pregunta me invade al pensar en una paciente con la que justo estábamos asomándonos a sus pérdidas y abandonos más grandes.

Indudablemente no continuó en la psicoterapia, no había podido tener un espacio y no sólo hablo de un espacio analítico, sino de un espacio físico.  Las cuatro paredes del consultorio, significaban el único lugar en donde podía estar, en donde podía ser escuchada por otro que la contuviera y no la juzgara como comúnmente sentía que su familia lo hacía.  Nos despedimos con un “hasta luego” y con su promesa de regresar a su espacio cuando podamos vernos y sentirnos de nuevo. La comunicación virtual estaba siendo obligatoria e impuesta, pero la posibilidad de dejar ese espacio siempre había sido suya. La psicoterapia había hecho lo suyo, había podido decidir.

El miedo a las pérdidas continuaba, el miedo ya estaba ahí pero definitivamente ahora era innegable, la espera lo hizo más grande, la incertidumbre subió su volumen hasta hacerlo audible. Surgía en mí la esperanza de ver a mis pacientes, era mi anhelo poder seguir con cada uno y de saberlos bien.

Las pocas o más bien nulas posibilidades de poder hacer algo frente a lo que no vemos, lo que no conocemos, lo que no pasa por ninguno de nuestros sentidos, lo que ni siquiera sabemos si existe o no, pero que genera muerte, acentúa esta sensación de impotencia, de enojo y una vez más de MIEDO. Y es necesario ponerlo en mayúsculas por la imposibilidad de negarle. Los vacíos se hicieron presentes, se representaron en los estantes de los centros comerciales que provocaban más compras de papel higiénico y de productos enlatados y no perecederos. La lucha por sobrevivir inició.

Una vez que el espacio físico estaba listo, la aventura de la psicoterapia virtual comenzó. Pacientes hablando del virus, de la enfermedad, preguntando sobre mi estado de salud, especialmente porque saben que trabajo en un hospital, si continuaba asistiendo al trabajo, si había visto pacientes infectados, si todo afuera continuaba igual o más bien era un caos.  Durante una videollamada mi hijo de 5 años tocó a la puerta fuertemente varias veces gritándome “¡mamá!”, entonces la reacción de sorpresa de mi paciente fue inmediata, las preguntas sobre mi intimidad siguieron: “¿Eres madre? Y se escucha pequeño… ¿Cuántos años tiene? “

Fue entonces que entendí que el lugar del analista neutral y abstinente estaba en riesgo. Entendiendo a la neutralidad del psicoterapeuta como la razonable ausencia de estímulos en el lugar del tratamiento y que se encamina a mantener el llamado principio o regla de abstinencia.

¿Era necesario interpretarles a mis pacientes sobre sus fantasías de contagio, cuando me preguntaban sobre mi salud o mi estado actual? ¿Es momento de interpretar?

En videollamada me han permitido entrar a sus espacios, me han mostrado sus tesoros más preciados, desde un cuadro romántico que fue regalado en un aniversario, sus mascotas, bodegas, sus recámaras, en fin, espacios tan íntimos como sus pensamientos y fantasías. Pero entonces ellos también han entrado en el mío, por lo que se me presenta insostenible la figura del analista sin historia, sin realidad.  ¿Qué no es acaso la labor del analista presentarle al paciente la posibilidad de sostener la realidad, de tolerar lo intolerable? ¿Cómo sostener lo que no se habla? ¿Cómo hacerlo si el analista niega su propia existencia en la relación analítica? ¿Cómo hacerlo si el propio analista se encuentra angustiado?

¿Acaso la humanidad del analista da la posibilidad al paciente de realmente sentirse en escucha?

¿Existe un método para el caos que presenta la locura? ¿Existe alguna contraparte psicoanalítica matemática que pueda usarse para comprender este método? ¿Los analistas somos inmunes al dolor, al miedo, a la sensación de incertidumbre?

El aislamiento impuesto ha generado diversas fantasías en mis pacientes, entre ellas la sensación de castigo pues se conoce desde muy pequeños que cuando se juega a policías y ladrones, el ladrón debe ser privado de la libertad e ir a la cárcel. Así mismo en la realidad adulta los que actúan en contra de las leyes son castigados con el encierro.

Se han abierto angustias de abandono, miedo a la propia muerte y de los familiares o seres queridos, grandes duelos; los mecanismos obsesivos han sido una manera de poder sostener y lidiar con la realidad fantaseando con la posibilidad de tener un poco de control ante el caos.

Hablar de caos y locura para el analista es algo inevitable y hasta apasionante; sin embargo, esta vez parece ser distinto pues ahora estamos dentro de esta situación, analizado y analista. El caos de la realidad del paciente también es nuestro caos, estamos compartiendo una realidad. Si bien cada uno tiene su propia historia y su mundo interno que nos brinda la individualidad, la realidad actual nos vincula y nos hace sentir acompañados.

Es a partir del vínculo que el analizado puede alimentarse y dar la posibilidad de mostrar que a pesar de la distancia física se está ahí y se sigue ahí.  ¿Pero qué hacer ante el nuevo espacio analítico?

Mantener la relación con el analizado parece ser un reto en un momento en donde el distanciamiento se presenta como una estrategia de cuidado y supervivencia. Las sesiones han tenido sus características especiales que hacen replantearme la figura del analista sobre todo en la relación analítica.

En las sesiones, los analizados y los analistas nos enfrentamos a lo nuevo, ambos estamos descubriendo este espacio virtual que nos permite reunirnos; surge la frustración en el analizado y en el analista cuando, al llevar la sesión, la imagen se congela o el audio no nos permite escucharnos bien. Una vez más nos enfrentamos a la incertidumbre.

Ante una mente incapaz de procesar experiencias emocionales, de procesar la ansiedad, de tolerar el sufrimiento, el analista es la mente que le brinda al analizado la capacidad de tolerar la frustración, la inseguridad y la desprotección.

¿Y entonces cuál es la demanda del analizado en estos tiempos? Parece que desea ser pensado y escuchado casi tanto como el analista lo desea, guarda la esperanza de que exista otro que pueda sentirle e intuir sobre lo que ha experimentado cuando ambos se sumergen en sus ideas, deseos y fantasías. ¿Qué sería de nuestros pacientes sin un analista que no ha experimentado dolor, angustia, sufrimiento, esperanza y amor?

Uno de los momentos de mayor vulnerabilidad se da mientras dormimos, es por eso que la madre arrulla entre sus brazos a su hijo pequeño, le habla y lo envuelve con su cuerpo brindándole la confianza de que estará ahí para cuidar de su sueño, tal como puede suceder en la relación analítica en donde el paciente anhela tener la confianza ante la gran vulnerabilidad que está sintiendo. Es sólo así que puede emerger la esperanza de vida frente al dolor.

El analista espera la llegada del paciente a la sala del analista, este espacio que es construido como un cuerpo que gestará y contendrá la estructura del paciente; ese espacio que será tierra fértil para ese tercero analítico que es construido como un cuerpo que gesta y nutre, que permite facilitar un estado mental, experimentado, elaborado y usado para la relación analista-analizado, con el más grande fin que es la reconstrucción de sí y de su historia.

El ambiente especifico, constante y seguro dará la posibilidad de que la realidad interna del paciente esté permeable para un contacto con la realidad externa, pero esto parece haber sido transgredido y adaptado ahora por una pantalla que no permite representar la existencia del cuerpo.

El cuerpo del setting que alimenta privado de cualquier alimento que no sea simbólico, digiere, mira y escucha, recuerda, abraza y embala, encarnado sin carne, juega en ese espacio, el inter-juego de revêries donde se encuentra el arte del psicoanálisis. Para que este campo onírico, analítico e intersubjetivo pueda suceder es preciso de un contexto de realidad como es la sala de un consultorio psicoanalítico, un diván, un paciente o un grupo, un analista, una experiencia que se da rodeada de realidad concreta. (Prizant, 2016).

Entonces ¿Cuál es o será este ambiente que posibilitará la realidad externa, si esa realidad actualmente es más bien un medio virtual?

La mirada es el elemento esencial y primordial en la nueva interacción analítica, pues a través de un medio virtual no se asegura la presencia del otro. La mirada permite el encuentro y sostiene la relación como objetivo primordial, una relación de complicidad, de intercambio y de reciprocidad.

 

Referencias

Prizant, Evelyn. Federación Psicoanalítica de América Latina septiembre 13 al 17 de 2016 Cartagena, Colombia en http://www.fepal.org/wp-content/uploads/343-esp.pd

Freeth M, Foulsham T, Kingstone A (2013) What Affects Social Attention? Social Presence, Eye Contact and Autistic Traits. PLoS ONE 8(1): e53286.

Jiménez, Juan Pablo El vínculo, las intervenciones técnicas y el cambio terapéutico en terapia psicoanalítica en https://www.aperturas.org/articulo.php?articulo=1049

Gutierrez G, Avila. La psicoterapia psicoanalítica, elementos conceptuales y modelos de su proceso en www.psicoterapiarelacional.es/Portals/0/Documentacion/AAvila/Avila_Gutierrez_1995_La%20Psicoterapia%20Psicoanalitica_BP46.pdf?ver=2012-02-26-201952-177

 

 

 

 

 

 

lunes, 18 de mayo de 2020

Alcances de la Psicoterapia Relacional del hombre actual: La masculinidad en el espacio terapéutico



 Dr. José Ángel Aguilar Gil
AMPPR 
(Asociación Mexicana de Psicoterapia y Psicoanálisis Relacional)



Introducción.
Este trabajo se enfoca en mostrar la importancia de atender a los pacientes hombres en el espacio terapéutico desde los estudios de las masculinidad y con un enfoque psicoanalítico relacional.
Actualmente me ha llamado la atención la afluencia de hombres en mi consultorio, generalmente "enviados" o "llevados” por sus mujeres con el fin de mejorar sus relaciones de pareja, es por esto que me interesó investigar ¿qué pasa con los hombres en el momento actual? y si éstos han tenido algún cambio o no, a partir de las necesidades de las mujeres con las que se relacionan.
Pareciera que se ha escrito mucho acerca de los hombres, el mismo psicoanálisis ha  sido criticado por promover una cultura "falocéntrica", sin embargo creo que éste tiene una deuda con los hombres que acuden a los consultorios, ya que ha centrado el entendimiento sobre lo masculino en el Complejo de Edipo, pero no ha focalizado su atención, de forma más específica, en la construcción de las masculinidades, más allá de explicarla a partir la teoría del conflicto.
¿Cómo comprender y apoyar a los hombres en este siglo? ¿qué hay más allá de las pulsiones, las defensas y el conflicto?.¿qué pasa?, con: "Juan que sufre por el abandono del padre", "Roberto que siente odio porqué su mujer se enamoró de otro y le dejó a los hijos", "Armando que no siente deseo por su pareja", "Pedro que tiene una amante pero nunca dejaría a su esposa", "Oswaldo que se enfrenta a una paternidad no deseada", "Ariel avergonzado por estar desempleado y dedicado a las labores del hogar","Sergio que no tiene erección con la mujer que ama", "Miguel que es homosexual y no soporta a los afeminados”, “Roy que es violento con su novia".
¿Cómo comprender a los pacientes varones desde lo relacional, contextualizando sus actuaciones en el ámbito cultural?.
Con esta inquietud me di a la tarea de buscar marcos teóricos, que me dieran la oportunidad de realizar una mejor comprensión de estos hombres angustiados por lo cambios de las mujeres a su alrededor y sin tener alternativas para enfrentarlo, ¿cómo ayudarles a buscar nuevas formas de relación con ellos mismos, sus pares y sus mujeres?
Es así que me encuentro con el modelo del psicoanálísis relacional, que según Mitchell (1998, 1993, 1997, 2000), se basa en la naturaleza biológicamente social, relacional e intersubjetiva del ser humano, y en el hecho de que, dada la plasticidad del cerebro y  esta naturaleza relacional, la mente se forma por las experiencias de interacción del sujeto, desde el momento de su nacimiento, con los padres y el entorno social que le rodea.
Este nuevo paradigma en el psicoanálisis, plantea cambiar los impulsos por los afectos, y los objetos por los sujetos, como dice Jessica  Benjamin: “Donde estaban los objetos han de devenir los sujetos”
El enfoque relacional permite la comprensión de la influencia de la cultura en la  conformación de la mente y empata con el debate y reflexión de las ciencias sociales que se da a conocer en los 70, en torno a la situación de desventaja social de las mujeres con respecto a los hombres en diferentes ámbitos de la vida. Este debate ha permitido que en los últimos años se haya iniciado también un análisis importante acerca de lo que significa ser “hombre” en la actualidad, en especial, en cómo se construye la masculinidad en cada cultura.
Los estudios de la masculinidad muestran que hacerse “hombre” dentro de una sociedad tiene una enorme influencia por parte de la socialización estereotipada de género, y propone que la construcción de la masculinidad está influida por los siguientes aspectos:
1. La identidad se construye a partir de no ser femenino
2. Necesidad de probar la virilidad
3. Ejercicio del poder a partir del control
4. Negación de necesidades emocionales
   Cuando nacemos nos espera algo más que las manos de un médico, nos esperan expectativas, compromisos, deberes y ciertos roles sociales, según el sexo con el que se nace (Aguilar y Botello, 1994). En términos de George Mead, tanto hombres como mujeres se definen como “personas que tienen un proceso de desarrollo; lo que son no está presente inicialmente en el nacimiento, sino que surge en el proceso de la experiencia y las actividades sociales” (Mead, 1972).
 A partir de la interacción que tiene el niño desde los primeros gestos y sonrisas con la madre, aprende las actitudes que la provocan, y sabe cuándo reaccionar de tal o cual manera hacia los otros porque también ha aprendido sus actitudes; pero, así mismo, los otros han aprendido las actitudes del pequeño y a reaccionar ante ellas; digamos que desde estos momentos comienza el dinamismo y el proceso social de influir sobre otros y luego adoptar sus actitudes (Mead, 1972).
En este sentido, lo que el niño o la niña perciban de la actitud de sus padres será lo que él o ella empezarán a percibir de sí mismos. De igual manera, la actitud que tienen ante él, por ser de un sexo o de otro, moldeará su relación con los demás y consigo mismo. Daniel Cazés lo explica: “a partir del nacimiento el cuerpo recibe una significación sexual que lo define como referencia normativa inmediata para la construcción en cada persona de su masculinidad o de su feminidad, y como norma permanente en el desenvolvimiento de su historia personal, que es siempre una historia social” (Cazés, 1993).
 A partir del sexo queda establecida la forma básica en que los sujetos pueden actuar y cumplir sus papeles y funciones sociales en las diversas fases de su vida cotidiana.
    Ante esta diversidad, hombres y mujeres nos hemos construido en forma distinta en un mismo mundo; según las mujeres feministas, un mundo patriarcal, de opresión, de diferencia y de abuso de poder; según nosotros, además, un mundo de responsabilidades y deberes que aparentemente nos pertenece, y que por ser hombres nos toca cargar, aunque a veces nos pesa. Entonces nos preguntamos si vale la pena aspirar a ser un “hombre ideal” o luchar para llegar a vivir como “hombres reales”.
   Las mujeres han ido descubriendo paso a paso y después de muchos tropiezos quiénes son y cómo son. Los hombres nos hemos quedado rezagados preguntándonos quiénes somos; para saber quién soy me resulta imprescindible la mirada del otro. Cuando éste cambia, se necesita volver a su mirada y aceptar la nueva imagen que refleja de nosotros.
Los varones nos resistimos a aceptar que esa mirada está cambiando, queremos que siga reflejando la imagen del “hombre ideal”, que no llora, que contiene sus emociones, fuerte, protector, seguro, estricto, violento, compulsivo sexual, situación que es insostenible en la actualidad.
    Por esta razón, es importante reflexionar y analizar la construcción de la masculinidad, partiendo de diversos estudios.

Los estudios sobre la masculinidad.
Autores como Kaufman afirman que la interiorización de las transformaciones que van construyendo la masculinidad, incluyendo la sexualidad, se arraigan inconscientemente antes de los seis años, se refuerzan durante el desarrollo del niño y estallan indudablemente en la adolescencia (Kaufman, 1986).
Según Freud (1931) "En la fase del complejo de Edipo normal encontramos un niño prendado del progenitor del sexo contrario, mientras que en la relación con el de igual sexo prevalece la hostilidad".
Bleichmar (2006), argumenta que los hombres tienen que pasar de la rivalidad con el padre a mociones amorosas y eróticas que debe sublimarse para lograr la identificación, y propone tres tiempos para la constitución masculina:
1.- Primer tiempo, se instituye la identidad de género.
2.- Se establece el descubrimiento de la diferencia anatómica de los sexos
3.- Definición de las identificaciones secundarias (no sólo es "ser hombre", sino la clase de hombre que deberá ser).
   En el niño coexisten la identificación al padre en su ruta hacia la construcción de la masculinidad y la des-identificación con la madre (Greenson en Alizalde, 2006)
Los hombres, desde niños, tienen que reprimir su feminidad y pasividad al toparse con los estereotipos de la masculinidad. Es durante la adolescencia, que se evidencia el dolor y el temor que implican definir su sexualidad a partir de esta represión. La mayoría de los hombres responden a esto reforzando los bastiones de la masculinidad (Horowitz, 1986), que soportan a la masculinidad hegemónica.
 Esta masculinidad hegemónica, que representa al “hombre ideal”, “que no se raja”, “que le entra a lo que sea”, “al que no le va a pasar nada”, ”que se deja llevar por sus impulsos”. Este hombre que internamente está en la búsqueda de su identidad, que necesita probarse, arriesgarse, sentir, ya que esto le permite equilibrar sus impulsos con las exigencias sociales.
     Es importante recordar que otra de las características del “hombre ideal” es su actividad sexual compulsiva y su falta de compromiso con el acto sexual y reproductivo, ya que el “hombre ideal” debe tener una vida sexual plena y satisfactoria, estar dispuesto siempre; por lo tanto, busca reafirmar su hombría con los propios hombres de su grupo, empezando por su padre, que es el guardián de la masculinidad.
Esta reafirmación masculina no es un camino sencillo, según Person (en Alizalde 2009), los  hombres, además de la envidia que sienten por el vientre fértil de las mujeres, sufren más envidia al pene que la niña, y esto es debido no solo al temor de ser castrado sino porque se siente inferior al padre para competir con él respecto a su madre.
Bleichmar (2006), propone que el camino de la construcción masculina no sólo tiene que ver con la constitución de la bisexualidad constitutiva, y la represión hacia la feminidad, sino que está ligada a la búsqueda de apropiación y resolución de la masculinidad a partir de la incorporación genital de otro hombre que otorga potencia y virilidad. Agrega que la hipótesis de la identificación masculina en términos del ejercicio sexual se instituye en la introyección del pene paterno, que impone el fantasma de la homosexualidad.
     Los hombres terminan identificándose con su opresor, para transformarse ellos mismos en opresores (Kimmel, 1994). La masculinidad, se confirma teniendo como reflejo opuesto a una feminidad dominada.
    La línea teórica que ha antecedido a los estudios de las masculinidades ha revelado que el “rol masculino” implica una serie de expectativas y normatividades eróticas, que pueden resumirse en varios puntos:
1) Tener relaciones heterosexuales cuanto antes y tantas como sean posibles.
2) El pene y su uso en la penetración y el orgasmo como signos inequívocos de hombría.
3) La sexualidad como escenario de competencia masculina.
4) El sexo sin amor como cosa de hombres.
5) El papel de penetrador como papel activo; pero también la sexualidad como fuente de angustias identitarias.
6) La sexualidad como expresión de una dominación de género.
7) La homofobia como estructurante de la sexualidad y de la identidad masculina.
 Algunos autores, entre ellos Kaufman y Horowitz (1986), han planteado que la tensión interna de la sexualidad masculina radica entre el placer y el poder. Pareciera que existe en la sexualidad masculina un placer por el poder, o que se antepone el poder al placer sexual. Pero valdría la pena preguntarnos sobre el concepto de poder y si éste es sinónimo de dominio, o si existen otras formas de poder.
    Posiblemente las relaciones de placer y poder sean fenómenos inseparables en una sexualidad masculina que se ha construido en sociedades como la actual. Al respecto Horowitz plantea: “no se trata de un simple dualismo de placeres corporales y poder socialmente construido. La sexualidad no se puede divorciar de los placeres derivados de las relaciones de poder o, inversamente, las inhibiciones sensuales a menudo tienen que ver con las relaciones de poder existentes” (Horowitz, 1986).
El poder es parte del “hombre ideal”, y perderlo causa dolor, puesto que sus símbolos son ilusiones infantiles de omnipotencia imposibles de lograr (Kaufman, 1994). Esto trae como consecuencia el temor, y cuanto más presa sea del temor, más necesitará el hombre ejercer el poder (Kaufman, 1994). El temor produce vergüenza, se rechaza y se proyecta en la mujer.
Los hombres no pueden asumir la pérdida de excitación. Si esto sucede atenta contra la virilidad, si no “se tiene erección todas las veces” no se es “hombre ideal”, se convierte en un “hombre real”, aquel que puede estar cansado, que no tiene deseo o al que se le dificulta algunas veces mantener la erección.
   Por esto los hombres tenemos la necesidad de mantener permanentemente el control en el ejercicio de la sexualidad, tanto el propio como el de la pareja. El poder es privilegio, da status; perder el poder es perder privilegios y ocasiona dolor, y el dolor “es asunto de mujeres”.
   La actitud hacia la mujer es ambivalente, por una parte se la devalúa y por otra se la valora, pero sólo en la medida en que proporciona seguridad —real o fantaseada— al “hombre ideal”.
Según Peter Blos (1991), los varones tienen una imagen femenina escindida: la mujer buena y la mala; la buena, “con la que te vas a casar”, la pasiva, la higiénica, la que permite el control y el ejercicio del poder masculino; la mala es la promiscua, la que enfrenta las situaciones, la que toma un papel activo, la sucia, aquella de la que necesitamos cuidarnos.
Esta escisión que tal vez se proyecta en la mujer, puede representar la escisión que los hombres internalizan desde la infancia y pasan la vida tratando de cohesionarla, con el fin de unificar la imagen del “hombre ideal” con la del “hombre real”.
En el espacio terapéutico nos encontramos con “hombres reales” que buscan integrar los mandatos de la masculinidad hegemónica y que esto les produce escisión en sus vidas y situaciones dolorosas a sí mismos y a las mujeres que les rodean.


El modelo relacional.
   Mi experiencia  se base en incluir el marco de género y masculinidades  para trabajar dentro del consultorio con los pacientes varones, y poner en práctica las teorías postmodernas relacionales.. El espacio intersubjetivo me permite trabajar el aspecto relacional y crear identificaciones desde el género, que se dificulta desde el modelo psicoanalítico ortodoxo.
   Según Coderch (2010) el psicoanálisis relacional tiene las siguientes características:
El abandono de la idea de la mente aislada, y, por el contrario, la concepción del ser humano como un ente esencialmente social que no puede entenderse de forma aislada. Para el psicoanálisis relacional, el análisis se centra en el estudio de la intersubjetividad de dos personas. Ante todo tipo de expresión del paciente, el analista intenta investigar cómo ha contribuido él /ella a tal expresión.
 La modificación del conocimiento relacional implícito, a través fundamentalmente de la interacción y la intersubjetividad, puede ser considerado como el objetivo básico del modelo relacional; la interpretación y el insigth forman parte de los medios para alcanzar este objetivo.
 La relación paciente/terapeuta es moderadamente asimétrica, pero igualitaria. Esto último significa que a las observaciones, juicios, puntos de vista, etc., del paciente se les concede el mismo valor que a los del terapeuta en cuanto a dignos de ser parte integrante del diálogo.
Esta relación paciente/terapeuta, es también de mutualidad, entendiendo por esta última el reconocimiento recíproco de la experiencia que comparten y de la mutua influencia que ejercen el uno sobre el otro. Es también, una relación fundamentalmente intersubjetiva, en la que cada uno reconoce la subjetividad del otro y, a la vez, conoce su propia subjetividad a través del reconocimiento del otro.
 Este modelo admite al paciente como un interlocutor válido, al igual que hacía Freud con sus pacientes. Se juzga que sólo hay verdadero análisis cuando el analista se halla profunda y emocionalmente implicado en el proceso terapéutico. La neutralidad en sentido estricto sería indiferencia ante el paciente. Una de las reglas más importantes es la de ofrecer la mayor ayuda al paciente.
 Para el modelo relacional el silencio es también una interacción que influye profundamente en el paciente, por ello, los terapeutas relacionales no suelen guardar largos silencios, porque los pacientes casi inevitablemente los sienten como prueba de rechazo, de hostilidad, de manifestación de que lo que están comunicando carece de interés.
En este modelo la situación que se establece en la relación paciente- analista es la de plena mutualidad, entendiendo por esta última el reconocimiento de la recíproca influencia que ejercen el uno sobre el otro.
    Jessica Benjamin (2004), como psicoanalista relacional, plantea que la intersubjetividad es una relación de reconocimiento mutuo, la persona experimenta al otro como un "sujeto semejante". Este modelo acepta que existe un sistema de influencia recíproca entre paciente y analista, y que la auténtica dificultad reside en reconocer que el objeto de nuestros sentimientos, necesidades, acciones, y pensamientos es en realidad otro sujeto, un centro a ser equivalente (Benjamin,1995).
El  psicoanálisis relacional se encuentra muy vinculado con la neurociencía cognitiva, tanto para lo que concierne a la teoría, como en lo que afecta a la práctica. Busca una investigación empática y también recoge todas las contribuciones de las disciplinas afines que puedan ser de ayuda.

El trabajo con los hombres en el consultorio.
Desde este modelo relacional y en conjunto con las perspectivas teóricas de los estudios de la masculinidad, se acompaña a los hombres, en el espacio terapéutico, en la búsqueda y análisis de  aquellas cuestiones inconscientes que se pueden comprender desde la relación con los demás en una cultura determinada.
Algunos puntos que estoy revisado con mis pacientes son:
  • Reconocimiento de los núcleos femeninos, y la aceptación de su internalización, con la idea de identificar semejanzas y diferencias con las mujeres.
  • Analizar la relación con la madre para tratar de romper con la escisión de la figura femenina.
  • Descubrimiento de  la  homosexualidad como parte de su construcción masculina, lograr la sublimación de la misma y disminuir la homofobia.
  • Apoyar la búsqueda de identidad en la relación con el padre, cuestionar la identificación con la parte agresiva del  padre y la retaliación con la herencia de la masculinidad hegemónica.
  • Analizar la imagen corporal, y su impacto sobre sí mismos, otros hombres y las mujeres que están en su alrededor.
  • Cuestionar las envidias masculinas, con mujeres y con hombres para desarrollar mejores relaciones amorosas y eróticas.
  • Replanteamiento de la sexualidad, no sólo desde las relaciones de poder exclusivamente, sino también desde la ternura, la capacidad de entrega y de compromiso. Descubrir que atrás de un síntoma sexual existe un afecto que no encuentra salida.
  • Aceptar la parte pasiva masculina, que permita complementar la parte activa de las mujeres y de otros hombres. Construir una intimidad y mutualidad sexuales.
  • Reconocer sus miedos y aceptarlos para saber cómo enfrentarlos, sin proyectarlos y disminuir la agresión.
  • Comprender que el rol de proveedor disminuye las ansiedades de desempeño en otras áreas sobre todo la manifestación de los afectos. Verbalizar los afectos positivos, con el fin de hacer una negociación verbal explícita, construir intimidad y un espacio de terceridad.

Para finalizar.
   Como terapeuta hombre, creo que en el espacio analítico se encuentran dos subjetividades, construidas de una forma hegemónica y con sus particularidades históricas. Este proceso terapéutico nos integra a dos sujetos, no sólo es un espacio  ligado a analizar la mente del analizado, sino un espacio democrático con experiencias y crecimiento mutuos. En un espacio de asimetría pero con mutualidad. Con una oportunidad de manejar la transferencia que permita el análisis presente “aquí y ahora” sin olvidar el pasado “allá y entonces”, con la posibilidad de construir el futuro. 
 
 Es necesario que el espacio terapéutico promueva enfrentar nuestra realidad, que hagamos consciente la transición para asumir nuestro papel de “hombres reales”, es decir, aquellos “que sienten, dudan, son afectivos, tiernos, con miedos y conscientes de sus necesidades” y dejar de luchar incansablemente por ser el “hombre ideal” para cumplir con la masculinidad hegemónica.

BIBLIOGRAFIA.
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Aguilar, J. (1994). La construcción del hombre y la mujer desde la teoría psicoanalítica y la perspectiva de género. En prensa. México
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Bleichmar, S. (2006). Paradojas de la sexualidad masculina. edit Paidós. Argentina 
Blos, P. (1991). Psicoánalisis de la adolescencia. Edit. Joaquin Mortiz. México
Cazés, D. (1994). La dimensión social del género. Antología de la Sexualidad Humana tomo 1. Edit. Porrua.
Coderch, J. (2010). La práctica de la psicoterpia relacional, Edit. Agora Relacional, Barcelona.
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Kaufman, M. (1989). Hombres, placer, poder y cambio. Edit CIPAF. República Dominicana
Kaufman, M. (1994). Los hombres, el feminismo y las experiencias contradictorias del poder entre los hombres. inédito
Kimmel, M. (1994). La masculinidad como homofobia. por publicar. New York
Mead, G. (póstumo) Espíritu, persona y sociedad desde el punto de vista del conductismo social. Edit Paidós. Buenos Aires 1972.
Mitchell, S. (1993). Conceptos relacionales en psicoanálisis: una integración. Edit Siglo XXI, Madrid España

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