viernes, 22 de febrero de 2019

Blog del Dr. Rodríguez Sutil


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martes, 19 de febrero de 2019

El arte de la autorrevelación

Amalia Rivera

El presente ensayo no lleva como propósito fundamental discutir el valor científico del Psicoanálisis, tema que no ha dejado de ser una de las preocupaciones principales de muchos analistas y para quienes toda propuesta que se aleje del esquema clásico, no constituye un planteamiento serio o confiable. Continuar investigando en Psicoanálisis debe ser un objetivo central a fin de someter a experimentación muchas de nuestras proposiciones y dar mayor solidez a la teoría psicoanalítica. Sin embargo, el hecho de que gran parte de nuestros objetos de estudio pertenezcan al mundo subjetivo, también nos obliga a darle un lugar preponderante al uso de estrategias de intervención que todavía carecen de respaldo empírico en la práctica terapéutica, pero su empleo puede ser sustentado por un marco teórico consistente, experiencia y formación clínica, así como trabajo personal. 

Desde sus inicios, la teoría psicoanalítica ha sufrido numerosos cambios, tanto a nivel teórico como práctico. Algunos conceptos teóricos propuestos por Freud han sido ampliados y enriquecidos por psicoanalistas contemporáneos, mientras que otras conceptualizaciones son discutidas e incluso han llegado a ser descartadas por representantes de diversas escuelas analíticas. Aron (2010) señala que el cambio en psicoanálisis obedece a una mezcla de modificaciones en muchos sentidos, que podrían ir desde lo social, político, económico y cultural. Hoy en día la tendencia por estudiar al individuo desde una perspectiva interdisciplinaria e intersubjetiva ha cobrado mayor fuerza, con la finalidad de  tener un entendimiento mucho más completo y complejo del mismo. Además, abordar la experiencia analítica tomando en cuenta la relación entre individuo, especie y sociedad con sus distintos niveles de realidad, reduce la posibilidad de aferrarnos a un pensamiento lineal y simplificante (Morin, E. 2003).

Cada vez son menos las posturas teóricas dentro del psicoanálisis que se basan en la concepción de procesos mentales puramente intrapsíquicos al considerar que la interacción con el mundo externo y la realidad en general también son elementos fundamentales para la comprensión del sujeto. (Coderch, J. 2012). El rol del analista ha cobrado un significado muy distinto al que antes tenía y los elementos técnicos empleados a lo largo del proceso terapéutico se han replanteado y transformado. 

El hecho de que en Psicoanálisis Relacional se ponga mayor énfasis en la interacción entre paciente y analista, ha facilitado la inmersión de distintos tipos de intervención en la práctica clínica que tiempo atrás no habrían sido aprobados. Dichos tipos de intervención, además de estar sustentados por criterios teóricos, me parece que también requieren de cierta intuición, sensibilidad e incluso “talento artístico” por parte del analista, para que éste pueda emplear sus propias emociones, sensaciones e ideas en forma creativa y asertiva. 

Para ello, se espera que el terapeuta conserve una actitud sensible y suficientemente flexible frente a cada caso que tiene a su cargo, con la finalidad de poder ir construyendo en forma conjunta el espacio relacional que se requiere para explorar los contenidos conscientes e inconscientes que están involucrados. 

En la actualidad, un alto porcentaje de los psicoanalistas contemporáneos opina que dentro del contexto analítico es prácticamente imposible que la presencia de los participantes permanezca ajena y neutral. Se ha determinado que no hay forma de no comunicar puesto que todo lo que acontece entre paciente y terapeuta, tanto a nivel verbal como no verbal, es la manifestación de algo. El analista ha dejado de ser visto como “la autoridad” que posee el conocimiento sobre el otro y deberá mantener una posición abstinente y neutral a lo largo del proceso terapéutico. 

La participación e involucramiento emocional y racional en un juego mutuo facilita la conexión con el mundo subjetivo de ambos participantes, pero al mismo tiempo, el terapeuta deberá estar atento de no estar trabajando para satisfacer principalmente sus propias necesidades narcisistas y deseos inconscientes (Coderch, J. 2012). 

Encontrar el grado de acercamiento emocional que el analista requiere mantener con cada paciente y cuánto acerca de sí mismo puede revelar sin entorpecer el proceso de transformación y crecimiento dentro del ámbito terapéutico es un arte, donde la experiencia clínica, formación teórica, horas de supervisión, análisis personal, sensibilidad, capacidad creativa, intuición y empatía ocupan un papel fundamental. 

Gran parte de lo señalado en párrafos anteriores, nos da la pauta para comenzar a discutir acerca de una controvertida estrategia de intervención y me refiero a la autorrevelación. A la fecha su empleo sigue generando sentimientos de culpa y vergüenza entre algunos analistas al ser vista como una señal de mala praxis. 

Durante años se ha sostenido cierta tensión entre la devoción a las reglas técnicas propuestas por Freud y la insistencia en la flexibilidad frente a las mismas, llegando muchas veces a ser descalificados e incluso expulsados de los círculos analíticos los psicoanalistas que optan por lo segundo. 

Pizarro (2005) y Sánchez (2011) hacen una amplia revisión respecto a la posición que tienen diversos autores frente al empleo de la autorrevelación. Dentro de dichas posturas, hay quienes se declaran totalmente en contra como también quien está a favor, al grado de concebir que un análisis no puede considerarse completo si el analista no ha compartido con el paciente información personal que traslade la relación hacia un vínculo de mutualidad (Tantillo, 2004). 

Los contenidos que el analista puede optar por revelar pueden ser desde experiencias de vida personal correspondientes al presente o el pasado, como información relativa a la interacción entre paciente y terapeuta. A pesar de que a través de dicha interacción todo el tiempo se están destapando y comunicando contenidos conscientes e inconscientes, la decisión voluntaria del terapeuta por compartir determinada información con su analizado implica un alto grado de responsabilidad que deberá enfrentar con ética y profesionalismo. El acto voluntario y consciente que precede a la autorrevelación, se contrapone a las reacciones inconscientes del analista en la contratransferencia. 

La autorrevelación puede ser una estrategia de intervención potente y muy útil. Su empleo permite que el terapeuta pueda acercarse al paciente mucho más cercana y honesta que facilite el acceso a contenidos inconscientes del paciente y le ayude a éste a legitimar sentimientos y experiencias de vida. Además, el grado de transparencia del terapeuta contribuye a facilitar el que sea internalizado (Buechler, 2008). 

No obstante, también puede ser una estrategia de intervención sometida a la satisfacción narcisista del terapeuta, lo cual llevaría a que el sentido del análisis se distorsione por completo y prevalezca la iatrogenia. Encontrar “el balance idóneo” entre compartir contenidos personales que pueden tener un efecto terapéutico en la práctica clínica y evitar revelar propias experiencias que pudieran afectar el proceso, también requiere del desarrollo de cierta destreza artística para distinguir cuando es oportuna su aplicación. Tal destreza ó habilidad se irá construyendo al combinar sensibilidad e intuición con formación teórica y experiencia clínica, para lo cual el conocimiento que el terapeuta tenga de sí mismo a través de su propio análisis ocupa un papel relevante. 

La autorrevelación es un estrategia de intervención que debe ir acompañada de una intencionalidad, donde la historia del paciente, vínculo terapéutico y momento del análisis deben ser tomados en cuenta. Lo anterior no elimina el factor de riesgo que conlleva su empleo y en la medida que el material íntimo que se comparta con el paciente esté debidamente procesado y elaborado por el analista, el peligro de hacer un mal uso de dicha estrategia se reducirá. Si el terapeuta experimenta incomodidad después de haber revelado material personal, podría considerar no haber empleado la autorrevelación en forma adecuada. 

Cuando el terapeuta revela información personal en forma impulsiva e inapropiada al darle prioridad a la espontaneidad o comunica contenidos particulares que no tiene suficientemente trabajados, podrían presentarse las siguientes reacciones en el paciente: a) perder por completo la confianza en la capacidad del analista para estar al frente del proceso terapéutico b) sentirse sobrecargado, abrumado e invadido con la información personal que le fue revelada y con lo cual sus propios problemas podrían pasar a segundo plano c) percibir al analista como un ególatra narcisista que carece de capacidad de escucha al estar más interesado por mostrarse. 

En los años iniciales de mi práctica profesional, recuerdo haber compartido con un paciente que se encontraba muy perturbado por la pérdida de un familiar, mi dolor personal ante el fallecimiento de un ser querido. Evidentemente hice referencia a un proceso de duelo que yo no había terminado de procesar y que por lo tanto, la información que comunique venía acompañada de una fuerte carga emocional. A la fecha, guardo en mi memoria la consternación e impacto que tuvo en mi paciente lo que le compartí. Su rostro expresó incredulidad, quedó sin palabras y se le veía realmente confundido respecto a cómo actuar frente a mí transparencia. En ese entonces yo no tenía los conocimientos ni experiencia clínica para reparar mi error en la sesión y como puede suponerse, dicha oportunidad tampoco la tuve después porque el paciente no regresó. Lo anterior, me parece que puede ser tomado como un ejemplo de un exceso de involucramiento por parte del analista con el sufrimiento del paciente y aunque mi intención al compartir una experiencia propia tenía un propósito empático, éste se diluyó puesto que la autorrevelación invadió el espacio terapéutico. McCarthy y Betz (1978) marcan una clara distinción entre la autorrevelación y el autoinvolucramiento, señalando que en la segunda los contenidos que se revelan corresponden a la experiencia actual dentro de la relación terapéutica.

En lo personal, me parece que en la autorrevelación también se pueden expresar contenidos relacionados con el presente y no tan sólo del pasado personal, pero en el autoinvolucramiento el terapeuta pierde control sobre la intervención puesto que ésta carece de todo propósito terapéutico al estar bajo el dominio de necesidades personales. 

Varios años han transcurrido después del evento que arriba mencioné, durante los cuales he ido acumulando conocimientos, experiencia y madurez que me han permitido desarrollar mayor destreza para emplear la estrategia de autorrevelación. Hoy en día puedo afirmar haber obtenido buenos resultados terapéuticos al compartir con pacientes información personal que particularmente ha estado vinculada a temas relacionados con: a) experiencias migratorias b) dificultades que se enfrentan a lo largo de las distintas etapas evolutivas con los hijos c) preocupaciones en torno al envejecimiento de los padres d) logros de los pacientes que han implicado un objetivo importante del proceso terapéutico e) momentos complicados del análisis por la presencia de enfermedades, evolución de las mismas y tratamientos invasivos que los pacientes han debido recibir. 

En muchas de dichas circunstancias, considero que haber hecho del conocimiento del paciente mis emociones frente a la situación, relatar estrategias que me resultaron útiles para abordar la experiencia o simplemente autorrevelar vivencias personales asociadas al suceso relatado por el analizado, han beneficiado el proceso terapéutico. Una buena parte de la ganancia ha consistido en fortalecer la alianza terapéutica, fomentar ser vista como un sujeto que también debe resolver dificultades en la vida y que experimenta toda una gama de afectos similares a los del paciente. Quisiera puntualizar que las autorrevelaciones efectivas han estado muy acotadas en lo referente a su extensión. El excederse al comunicar material personal puede propiciar que la efectividad de la intervención se pierda y que los límites del encuadre terapéutico se confundan y traspasen. 

Los seres humanos muchas veces estamos preocupados por figurar y distinguirnos entre los individuos que nos rodean, quizás para sobrellevar con menor aprehensión lo insignificantes que somos dentro del universo y lo frágil que puede ser la vida. Los analistas no estamos exentos de ello e incluso podemos perder de vista que tan sólo somos “extraños intensamente íntimos” (Buechler, 2008; p. 364) en la vida de nuestros analizados y no figuras centrales. Cuantas veces quedamos perplejos al comprobar que los pacientes no recuerdan el nombre de terapeutas que los atendieron en el pasado e incluso olvidan el nombre de su analista actual. 

El revelar material personal podría estar vinculado a esa necesidad narcisista de distinguirnos y cobrar mayor presencia, cuando nuestro principal foco de trabajo en la terapia debe ser facilitar el trabajo introspectivo para que el analizado obtenga un mejor conocimiento de sí mismo que le ayude a enfrentar dificultades y ampliar sus potencialidades. Si la autorrevelación es una estrategia de intervención que colabora en lo anterior, vuelvo a insistir en el beneficio de su empleo. 

Cabe señalar que en mi opinión, la cultura también ocupa un lugar trascendente en el uso de la autorrevelacion. Al ser una estrategia donde la emoción muchas veces participa en forma importante, en sociedades donde la expresión de los sentimientos es más común y el manejo de la distancia/cercanía afectiva que los terapeutas guardan con sus pacientes es menos estricta, el analista podría sentirse con mayor libertad y seguridad al compartir información personal. 

Otro punto que me parece importante a considerar y el cual creo que debe estar más presente en el debate de la autorrevelación, es el tema de la confidencialidad. Si bien en todo contrato terapéutico está claramente explicitado que el analista deberá guardar total confidencialidad respecto al material que el paciente le refiere, no está clara la posición que éste último deberá mantener en cuanto a la información personal que su terapeuta le comparta. Me parece que el grado de confianza, simpatía y afecto que el paciente le genera al analista, también influye para decidir compartir información íntima y personal. Un buen vínculo terapéutico podría ser un indicador de que el paciente sabrá hacer buen uso del material personal que su terapeuta le confía; no obstante, el riesgo de que así no sea está presente como también está la posibilidad de que el analista no haga un buen trabajo. 

Sin duda, este asunto como muchos otros aspectos de nuestra praxis deberán seguir en discusión e investigación, con la finalidad de poder contar con más datos sometidos a experimentación y no sólo hipotéticos. Para finalizar quisiera reiterar que el malabarismo teórico y práctico que un analista debe ir adquiriendo en el quehacer clínico, requiere de mucho trabajo personal, una formación teórica sólida y de la habilidad para ir afinando criterios e instrumentos de intervención que faciliten el trabajo artístico, sensible y creativo dentro del espacio relacional. 

Ser un buen analista implica no solamente cultivar nuestro intelecto y raciocinio; igual de importante es desarrollar nuestra sensibilidad para tocar al paciente afectivamente y así poder entrar en su mundo emocional con la delicadeza, suavidad y precisión que nos evocan muchos artistas. 

BIBLIOGRAFÍA 

Aron, L. (2004) La auto-reflexividad y la acción terapéutica del psicoanálisis. En: Intersubjetivo. N° 1, Vo. 6. (Págs. 39-57) 
Atwood, R; Orange, D; Stolorow, R. (2012) Más allá de la técnica: el psicoanálisis como una forma de práctica. En: Trabajando Intersubjetivamente. Agora Relacional. Madrid. (Págs. 55-90) 
Buechler, S. (2008) [2015] Marcando la diferencia en las vidas de los pacientes. La experiencia emocional en el ámbito terapéutico. Madrid: Ágora Relacional. 
Coderch, J. (2012) La práctica de la psicoterapia relacional. El modelo interactivo en el campo del psicoanálisis. 2ª ed. Corregida. Madrid: Ágora Relacional. 
Coderch, J (2012) Hacia un psicoanálisis relacional (Entrevista al Dr. Joan Coderch) En: Revista Online de la Sociedad Española de Psicoanálisis. Temas de psicoanálisis. Nr. 4. 
McCarthy, P.R y Betz, N.E (1978) Differential effects of self-disclosing versus selfinvolving counselor statements. En: Journal of Counseling Psychology, 29(2), 125- 131. 
Morin, E. (2003) Lo complejo humano. En: “El método 5: la humanidad de la humanidad”. Ed. Cátedra. Madrid. Págs. 321-330. 
Pizarro, C. (2005) ¿Cuánto compartir con un paciente? Las Intervenciones de Autorrevelación del Terapeuta. En: Terapia Psicológica. Vol. 23, Núm. 1. Sociedad Chilena de Psicología Clínica. Santiago de Chile (Págs. 5-13) 
Sánchez, S. (2011) Efectos de la Autorrevelación del Terapeuta en la Alianza Terpéutica y satisfacción del cliente. Tésis de grado presentada como requisito para la obtención del Título de Psicólogo Clínico. Universidad San Francisco de Quito. Colegio Artes Liberales. (Págs. 1-48) Tantillo, M. (2004) The Therapist´s Use of Self-Disclosure in a Relational Therapy Approach for Eating Disorders. En: Eating Disorders. 12 (Págs. 51-73) 

lunes, 18 de febrero de 2019

Neosexualidades y self múltiple: Estudio desde el psicoanálisis relacional


Roberto Vargas Arreola 

“Cada hombre en su complejidad psíquica es una obra maestra, cada análisis es una odisea”
Joyce McDougall 

MULTIPLICIDAD DEL SELF 

La experiencia del self es múltiple y compleja, deviene de impresiones corporales que simbolizan zonas erógenas, imágenes, fantasías, ideas, palabras y vínculos. Aun con la riqueza de estas representaciones, existen en el cuerpo humano inscripciones inconscientes no reprimidas que descansan en una memoria implícita, procedimental, no declarativa o relacional (Bleichmar, 2001). 

Los múltiples modos de dar cuenta de la existencia, por tanto, aluden a diferentes niveles de conciencia, de simbolización y de relación intersubjetiva. La psicología del desarrollo es también un eje que complejiza la multiplicidad del self. La identidad es una construcción constante. Si bien en la adolescencia el trabajo psíquico de cohesionar una identidad se vuelve un factor fundamental de cuestionamientos y nuevas significaciones, la experiencia del self implica replanteamientos y redefiniciones constantes en cualquier etapa de la vida. 

Stern (2002), haciendo un recorrido por distintos teóricos, plantea dos posturas en relación a la experiencia selfica. Por un lado, la teoría del self unificado que alude al esfuerzo evolutivo hacia la integración y la unidad en la experiencia del self global. Por otro lado, la teoría del self múltiple que concibe al self no como algo unificado, sino múltiple; no como una entidad estática sino que fluctúa constantemente; no como un centro de iniciativa aislado sino constituido intersubjetivamente. 

Para los psicoanalistas posmodernos, según Stern (2002), este paso de una experiencia unificada a una experiencia múltiple del self implica abandonar los modelos lineales jerárquicos y esencialistas, representados por las teorías freudiana y kohutiana, a favor de un modelo descentralizado, abierto y horizontal en el que se considera que la experiencia subjetiva está en constante fluctuación de acuerdo a la historia relacional del sujeto. 

Stern (2002), haciendo una síntesis de ambos postulados, propone un modelo integrador donde en la experiencia del self interactúa una organización psicológica horizontal, múltiple y de sistemas dinámicos, y un modelo estructural vertical que brinda las cualidades de unidad, cohesión, autenticidad y regulación que caracterizan la teoría del self unificado. Desde su perspectiva, un individuo alcanza una complejidad de pensamiento más plena si retiene o integra las dimensiones horizontal y vertical de la estructura psíquica. 

Stern (2002) plantea que a partir de los momentos intersubjetivos y las secuencias de interacción de la infancia, el niño tiene una experiencia subjetiva primaria que se encuentra con una respuesta o iniciativa por parte de sus cuidadores. Mediante numerosas repeticiones de momentos similares, el estado interno del niño es transformado por la interacción. De este modo conforma e internaliza las representaciones de estas secuencias, mismas que serán la base de su estructura psicológica y de la multiplicidad experiencial del self (Stern, 2002). 

Al respecto, Benjamin (1997) propone una perspectiva relacional en la interacción del niño con sus cuidadores. Señala que el niño organiza y experimenta su subjetividad a través de la relación con otros sujetos. La madre, por ejemplo, no es sólo un objeto internalizado ya que el infante también es capaz de reconocer al otro como un sujeto diferente de sí y al mismo tiempo semejante. Por tanto, en la diada madre-hijo hay dos sujetos compartiendo, no únicamente un sujeto que introyecta, proyecta o se identifica con un objeto. Sin embargo, aclara que la perspectiva relacional no se opone o excluye la teoría del conflicto intrapsíquico, sino la complementa. En su aportación, rescata la idea de que el otro debe ser reconocido como sujeto para que el infante experimente plenamente su subjetividad (Benjamin, 1997). 

DIFERENCIAS SEXUALES MÚLTIPLES 

La experiencia subjetiva sexual se encuentra en un continuo con la experiencia del self. El cuerpo humano es una fuente inagotable de libido desde donde se inscriben una amplia gama de sensaciones, imágenes y fantasías que constituyen las experiencias de placer y displacer en el propio cuerpo y en la relación con otros cuerpos. Para McDougall (1998) la sexualidad es esencialmente traumática por los múltiples conflictos psíquicos que surgen del choque entre las pulsiones y la fuerza coactiva del mundo externo que inicia con el primer encuentro del bebé con el pecho. 

La experiencia sexual va complejizándose a través del desarrollo, dando lugar a una diversidad de experiencias que organizan la sexualidad humana y que conforman identidades e identificaciones múltiples. En el marco de la teoría feminista, Benjamin (1997) propone que la identidad sexual no se constituye unilateralmente por el complejo de castración que, desde la teoría freudiana, determina las diferencias entre ambos sexos. Para la autora, la diferencia sexual es más multifacética que la lógica binaria de la exclusión mutua ya que la psique no sólo preserva en el inconsciente las identificaciones rechazadas, sino que también las expresa en las relaciones filiares y amorosas, independientemente de la elección de objeto. 

Para Benjamin (1997), hasta hace poco tiempo, la teoría psicoanalítica había sido incapaz del ir más allá del nivel edípico para explicar la sexualidad humana. Si bien las identificaciones edípicas impregnan ciertos ideales genéricos, no forman una estructura sin fisuras, congruente y hegemónica (Benjamin, 1997). Benjamin (1997) señala que el pensamiento feminista reciente ha preferido una noción de diferencias múltiples e identidades inestables ya que se necesita concebir algo más plural y descentrado que la reproducción simplista de un discurso de opuestos. Desde su perspectiva, cada objeto de amor corporiza múltiples posibilidades de igualdad y diferencia, de masculinidad y feminidad, y una relación amorosa puede efectuar una multitud de funciones (Benjamin, 1997). 

Benjamin (1997) disiente, por tanto, que exista en el desarrollo libidinal la necesidad de renunciar al otro sexo y de abandonar las fantasías de la bisexualidad. Especula que la posibilidad de elaborar los sentimientos, conductas y actitudes del sexo opuesto bajo la cobertura del propio narcisismo es algo que persiste como una capacidad preconsciente o inconsciente durante toda la vida. Considera que en el campo de las identificaciones múltiples y de las identidades sexuales inestables no es pertinente establecer una meta normativa de la identidad sexual. Del mismo modo, critica la psicología evolutiva al plantear un desarrollo lineal donde es deseable que todos los conflictos sean resueltos y donde las experiencias tempranas subsisten como estratos geológicos no modificados por las elaboraciones simbólicas ulteriores (Benjamin, 1997). 

En su lugar, Benjamin (1997) propone que en la identidad sexual y genérica existen estructuras sobreinclusivas, más allá de los esquemas que diferencian a hombres y mujeres, y las nociones de lo masculino y femenino. Postula, en ese sentido, una heterodoxia genérica que comulga con la teoría cultural contemporánea y la teoría feminista, descentrando la concepción del desarrollo y reemplazando el discurso de la identidad por el de las identificaciones plurales. 

NEOSEXUALIDADES 

Una propuesta teórica sobre la multiplicidad del self y sobre las diferencias sexuales múltiples debe ser congruente con una teoría que estudie la construcción de las identidades sexuales con profundidad y desde un pensamiento complejo. La concepción de las “neosexualidades” (McDougall, 1998) desde mi perspectiva, atiende estos desafíos clínicos y permite la formulación de nuevos cuestionamientos. McDougall (1998), refiere que las identidades sexuales son tan variadas y plurales que es necesario hacer uso de términos como “heterosexualidades”, “homosexualidades” y “sexualidades autoeróticas”. Para la autora, no hay relación alguna entre la identidad sexual y el diagnóstico clínico; incluso, las categorías de “neurótico”, “psicótico” o “perverso” deberían ser aplicables a los síntomas y no a los sujetos pues cada subjetividad presenta un infinito número de variantes (McDougall, 1998). 

McDougall (1998) hace un replanteamiento de la concepción clásica de la perversión y propone el término “neosexualidades” para poner en relieve el carácter innovador y la investidura intensa que requieren estas creaciones eróticas. Con este término evoca algo semejante a las “neorrealidades” que ciertos sujetos crean para solucionar conflictos psíquicos dolorosos. Uno de sus principales postulados es que los síntomas psicológicos, incluida la sexualidad sintomática, son un intento de autocuración para huir del dolor psíquico. 

Estos casos que inicialmente McDougall (1982) nombró “difíciles” por su propensión al acto y las soluciones adictivas que presentan, constituyen síntomas que sirven como escudo contra la indiferenciación, la pérdida de identidad, la implosión del otro, el derecho de existir, el temor de perderse, de hundirse en la depresión o de disolverse en la angustia. 

McDougall (1982) refiere que las dificultades para ser humanos nos obligan a crear una infinidad de estructuras psíquicas destinadas a cicatrizar heridas o a permitirnos hacer frente al dolor físico y psíquico que inevitablemente padecemos. La capacidad para la simbolización es la que posibilita la formación de síntomas y en algunos casos la creación de corazas caracterológicas cuya función es proteger la vida y no sólo la sexualidad como sucede en la sintomatología neurótica. 

En las neosexualidades o soluciones neosexuales, según McDougall (1998), se construyen guiones eróticos complejos e ineluctables para asegurar el sentimiento, no sólo de la propia identidad sexual sino también el sentimiento de la identidad subjetiva. Estas construcciones complicadas no sólo representan el único medio de expresión sexual, sino también una dimensión de su vida cotidiana, tan vital para su equilibrio psíquico como las actividades sublimatorias (McDougall, 1998). 

Para McDougall (1982), la desviación que conforman estas identidades no es un simple desvío en el camino del placer, sino un deseo diferente que puede prescindir de la resolución orgiástica y de la relación amorosa. Surge de una angustia originaria del peligro de desaparecer en el otro y de desear –de algún modo- la desaparición, evocando desesperación, la necesidad vital de una existencia separada y de un pensamiento independiente. 

McDougall (1998) opta por utilizar el término de “neosexualidades”, en lugar del término “perversión” ya que éste último tiene usualmente una connotación peyorativa. Los pacientes neosexuales, según la autora, consideran que sus actos amorosos y su elección de objeto concuerdan con la representación que tienen de sí mismos y de sus deseos, a pesar de quienes califican estos actos y elecciones como perversos. Propone que la predilección sexual de un paciente sólo se convierte en un problema clínico en la medida en que le provoca sufrimiento. Sin embargo, reserva el término “perversión” para ciertas formas de relación donde hay un ejercicio de poder e imposición en la sexualidad, casos en los que no se consiente el acto sexual o no se cuenta con la responsabilidad para consentirlo. En este caso, la conducta perversa implica una indiferencia a la negativa o a las necesidades del otro. 

Según McDougall (1998), el discurso parental sobre la sexualidad desempeña un papel fundamental en la organización sexual del niño; no obstante, desde su postura, las identificaciones y defensas se constituyen principalmente a partir de lo que el niño comprende sobre los deseos y temores inconscientes de sus progenitores. En el caso de las neosexualidades se presentan algunos hechos clínicos que coinciden en la falta de representaciones parentales que aseguren o resguarden al sujeto en los momentos de tensión afectiva (McDougall, 1998). No es que haya representaciones o identificaciones negativas (entiéndase tóxicas o persecutorias), más bien no existen tales representaciones o se acentúa una experiencia de vacío en éstas. 

De acuerdo con McDougall (1998), la incapacidad para la identificación de las funciones parentales lesiona la identidad sexual y perturba las representaciones edípicas, siendo dominantes los temores y necesidades narcisistas. Dado que no hay objetos internos aseguradores, predomina un vacío mental estructural (Lutenberg, 2005) que puede favorecer la creación de una solución sexual adictiva para disminuir las experiencias dolorosas. 

McDougall (1998) utiliza el término “neonecesidades” para referirse a la cualidad adictiva que presentan las neosexualidades en donde el objeto sexual, como objeto parcial o práctica erótica, es incesantemente buscado a la manera de una droga. En ese sentido, se puede recurrir a objetos eróticos inanimados (látigos, esposas, zapatos) o a personas que corren el riesgo de ser tratadas como objetos inanimados o intercambiables. En este contexto, los pacientes construyen rituales desviados complejos y compulsivos en donde un cambio de guion es inimaginable y terrorífico. 

McDougall (1998) recurre al objeto transicional de Winnicott para plantear que estos pacientes carecen de las introyecciones parentales necesarias para crear la ilusión que separa un ser del otro. El objeto se vuelve un “fetiche” en lugar de representar una transición de la dependencia a la independencia respecto a la madre (Casas de Pereda, 2000). 

McDougall (1998) atestigua que en muchas ocasiones las neosexualidades involucran una defensa maniaca de triunfar sobre los objetos internos que son experimentados como muertos. Del mismo modo, la imagen internalizada del sí mismo puede estar amenazada y el acto compulsivo sexual representar la defensa de la propia imagen ante el peligro de la desintegración narcisista. En síntesis, el acto neosexual puede fungir como salvaguarda para impedir que los sentimientos de violencia se vuelvan contra sí mismo o apunten alguna representación objetal internalizada. 

En estos casos, las neosexualidades no sólo sirven para reparar brechas en la construcción de la identidad sexual y subjetiva, sino también para proteger a los objetos internos frente al odio y la destrucción del sujeto. Por tanto, las confusiones dolorosas en torno de la identidad sexual, la rabia infantil y el sentimiento de muerte psíquica, a pesar de su lado implacable, pueden convertirse en juegos eróticos (McDougall, 1998). 

APUNTES PERSONALES 

● Con base en los estudios sobre la multiplicidad del self (Stern, 2002) y las diferencias sexuales múltiples (Benjamin, 1997) se atestigua una riqueza y diversidad de experiencias subjetivas que resulta paradójica cuando se confronta con los restrictivos y exigentes guiones que los pacientes neosexuales presentan. 
● La disociación es, desde mi punto de vista, una defensa clave para comprender por qué hay una discontinuidad entre la experiencia neosexual y la experiencia selfica. El acto neosexual, por lo general, es un acto-síntoma (McDougall, 1982) que actúa como descarga y está desprovisto de una actividad simbólica para el paciente. 
● Como se documentó, el self no está facultado para integrar la experiencia neosexual debido a que ésta se erige como una defensa caracterial que protege al paciente del vacío y la muerte psíquica. Sin embargo, la experiencia analítica relacional puede constituir gradualmente una función simbólica que permita una mayor integración selfica, con la posibilidad de generar un mayor “juego” en el ejercicio de la sexualidad. 
● El movimiento de la diversidad sexual en nuestros días convoca al reconocimiento de identidades lésbicas, gay, bisexuales, travestis, transgénero, transexuales e intersexuales. El movimiento queer da un paso más en la deconstrucción de las identidades al rechazar la clasificación de los individuos según su género u orientación sexual. Una postura clínica sobre el tema me parece fundamental. 
● Los pacientes, independientemente de su identidad u orientación sexual, acuden con nosotros con una demanda y esa demanda debe ser escuchada, haciendo un análisis de nuestras creencias personales y poniendo a su disposición nuestro psiquismo y nuestra subjetividad para pensar juntos lo que se ha puesto en acto. La comprensión relacional de este fenómeno radica en sostener que la forma singular de experimentarse subjetivamente y de experimentar placer se explica desde los vínculos intersubjetivos que han trazado patrones relacionales a ser descubiertos y elaborados en el espacio de análisis.

Bibliografía 
Bleichmar, H. (2001). El cambio terapéutico a la luz de los conocimientos actuales sobre la memoria y los múltiples procesamientos inconscientes. Aperturas psicoanalíticas: Revista internacional de psicoanálisis. No. 9 
Benjamin, J. (1997). Sujetos iguales, objetos de amor: Ensayos sobre el reconocimiento y la diferencia sexual. Paidós: Argentina 
Casas de Pereda, M. (2000). En el camino de la simbolización: Producción del sujeto psíquico. Paidós: Argentina 
Lutenberg, J. (2005). Teoría clínica del vacío mental. En Revista de la Sociedad Psicoanalítica Peruana No. 4 
McDougall, J. (1982). Alegato por una cierta anormalidad. Paidós: Argentina 
McDougall, J. (1998). Las mil y una caras de Eros: La sexualidad humana en busca de soluciones. Paidós: Argentina 
Stern, S. (2002). El self como una estructura relacional: Un diálogo con la teoría del self múltiple. Aperturas psicoanalíticas No. 13

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