jueves, 23 de abril de 2020

Efectos del COVID-19 en la psicoterapia



Roberto Vargas Arreola

Covid 19 nos ha cambiado la vida, nos ha cambiado la forma de ver la vida, de situarnos frente a la vida. Experimentamos en general un ambiente de incertidumbre e inseguridad, nada de lo que teníamos medianamente claro lo podemos sostener, ni siquiera podemos pensar en un entorno “suficientemente bueno”, en el sentido de proveernos una mediana sensación de estabilidad y sostén, haciendo alusión al concepto de holding. ¿Antes sí teníamos ese sostén? Considero que no, carecemos desde hace mucho tiempo de un entorno seguro y confiable. El daño al medioambiente, las desigualdades sociales, la violencia, la falta de oportunidades, las desapariciones forzadas, la delincuencia, entre otros, generan estragos en las sociedades y comunidades, desembocando en actitudes de individualismo y desconfianza hacia el prójimo. Ya llevamos años viviendo así. La diferencia es que antes del Covid 19 estábamos inmersos en un ritmo citadino acelerado, inmersos en actividades, que nos hacían olvidarnos de nosotros mismos, de nuestras dificultades para conectar emocionalmente con los otros y de los problemas que venimos acarreando en cuanto al cuidado del entorno y el trato social. Así, ha prevalecido una saturación de contenidos (imágenes, información, actividades, relaciones, posesiones, bienes materiales), entre otros, para ocultar los problemas que nos aquejan.
Antes de la cuarentena, no podemos negar que vivíamos en un entorno social vibrante, vibraba la energía que corría por las calles, las avenidas, las plazas públicas, las escuelas, los lugares de trabajo, pero entre tanta energía, por momentos teníamos que disociar los problemas sociales y ambientales que nos inquietan, y por momentos prevalecía la idea de que “mientras no me pase a mi o a alguien cercano”, podía despreocuparme. Así, se ha tendido a normalizar o naturalizar la violencia, antes de denunciarla o incluso reconocerla.
La pandemia nos está dejando una lección. La aldea global somos un solo cuerpo, un solo organismo, nuestras relaciones son sistémicas y todos estamos expuestos a un contagio, a la enfermedad y a la muerte. No poder mirar hacia otro lado ni negar lo que la pandemia trae consigo. Crisis sanitaria, crisis económica, crisis social. No podemos engañarnos a nosotros mismos. Estamos confrontados con una realidad angustiante y tenemos que hacer uso de otras defensas, no ya la negación o la disociación, para lidiar con los problemas que vivimos día con día al ser habitantes del planeta tierra.
Erich Fromm en su libro “¿Tener o ser?”, nos hizo reflexionar sobre la sociedad contemporánea en términos de una orientación por el tener y ser productivo, más allá de ser y vivir. Decía: “ya no se tiene para vivir, sino ahora se vive para tener”. En recientes fechas, reflexionaba con un paciente sobre esta premisa que en mis años de formación escuché y me parece que ahora tenemos que introducir una premisa distinta, ya que desde mi punto de vista, la duda sobre uno mismo ya no está en función de qué tienes, sino de qué haces, qué produces, qué impacto tienes. Vivimos para hacer, para generar, para cambiar, atributos que valoramos en nuestra contemporaneidad. Levantamos un gran peso a nivel generacional en resarcir o intentar resarcir los terribles daños que como humanidad hemos generado. Esta sobre exigencia muchas veces nos deja exhaustos. El problema es que con la pandemia escapan nuestras posibilidades de hacer algo y eso nos hace sentir impotentes y solos.
Me resulta interesante descubrir cómo estos supuestos los fui confirmando con las apreciaciones de mis pacientes y la mía propia que frente a la cuarentena y el cambio abrupto de tener menos actividad que la habitual, estuvo en entredicho la sujeción con algo tan íntimo como la identidad. ¿Quiénes somos? ¿Acaso somos lo que hacemos? ¿Acaso nos define una actividad, un trabajo o una meta profesional? La respuesta es no, pero parece que ahora se experimenta un vacío en la experiencia de uno mismo, en términos de no saber qué hacemos o por qué hacemos las cosas. ¿Alguna vez lo hemos sabido? Tal vez no, pero ahora la falta de respuestas nos exhibe y atormenta.
Otro asunto que me ha hecho reflexionar el encuentro con mis pacientes es que la cuarentena no nos dejó opciones. Vivimos en un entorno social colmado de posibilidades, podemos hacer una cosa o la otra, tenemos multiplicidad de alternativas para elegir, tantas que por momentos tomar una decisión es agobiante. Sin embargo nuestra libertad ha quedado también en duda cuando nos sujetamos a una única opción posible: mantenernos en casa si queremos sobrevivir a esta pandemia. Es angustiante vivir así, pero quizá también es un aprendizaje para nuestro quehacer personal y profesional, ¿qué tanto hemos sido conscientes de nuestra libertad y de nuestra responsabilidad en lo que pasa en nuestras vidas? ¿Qué tanto hemos decidido vivir?, o en todo caso, ¿qué significa vivir para cada uno de nosotros?
Desde que escucho a mis pacientes de modo virtual, tengo un registro que antes no había detectado, un registro más consciente y más lúcido, de trazar también las rutas por las que transitan sus sentidos de vida. Así, yo también me congratulo de escucharlos y verlos, incluso he optado por ver del otro lado de la pantalla a algunos pacientes que en el consultorio recibía en diván. Es un anhelo de contacto, de saber de ellos, de celebrar la vida, de sabernos vivos.
Por otro lado, hemos puesto a prueba nuestra capacidad de flexibilidad para cambiar nuestra rutina y adaptarnos a una realidad distinta. He pensado que si estar exentos de esta pandemia hubiera sido una posibilidad, muchas personas hubieran optado por ella, sin importar el costo de ello. Una paciente me lo refería así: “¿cómo escapas de algo como esto? Si estaba intentando huir de mis miedos de enfermarme y morir, esto me lo exacerba, no tengo a dónde ir”. La confrontación con uno mismo y el contacto con nuestras heridas, es amenazante y la pandemia nos demuestra que no tenemos otra opción.
Conversaba con otro paciente una reflexión sobre la cantidad de veces al día que intercambiamos cosas con la gente, palabras, miradas, saliva, dinero, saludos, abrazos, caricias, contactos físicos de todo tipo. Estamos sintonizados con los otros y los otros con nosotros, conectados inconscientemente por patrones gesticulares, kinestésicos y lingüísticos. Nos desarrollamos en las relaciones, incluso con desconocidos. Hace algún tiempo pensaba en una tesis que podía definir más o menos así: “el otro como devenir”, lo sostenía en función de que el individualismo y el narcisismo recalcitrantes en generaciones pasadas, están dando lugar a la importancia que tiene el otro. La importancia de ver al otro, de reconocerlo, de subjetivarlo, es un ejercicio paralelo de poder verte, reconocerte y subjetivarte. La posibilidad de verlo como un sujeto integrado, diferente de ti, con necesidades propias, también son indicadores de salud.
Al mismo tiempo, la empatía hacia el sufrimiento que aqueja a mucha gente que enferma y muere, empatía hacia sus familiares, empatía hacia la tierra que nos exige un descanso y una reflexión frente a tanta explotación de recursos naturales y un escaso cuidado al medio ambiente, también es un indicador de que necesitamos ver al otro como devenir, que esa conducción nos puede llevar a ser más humanos o para ser más preciso, tener más humanidad. La pandemia pasará y regresaremos a la normalidad, pero la pregunta es: ¿de verdad queremos volver a la normalidad? ¿Así nada más? ¿Sin ningún cambio o sin ninguna reflexión? ¿Es que acaso no, nuestra aparente “normalidad”, está enferma?
Esta pregunta también es factible sostenerla en la psicoterapia con nuestros pacientes ¿qué significa para ti regresar a la normalidad? ¿Quieres regresar a este ritmo acelerado que, aunque vibrante, oculta los problemas más serios que vivimos como sociedad? ¿No es un buen momento para hacer una pausa y pensar hacia dónde queremos ir? ¿Compartirlo? ¿Cuidar lo que amamos? ¿Tomar descansos? ¿Planear? ¿Ser empáticos? ¿Valorar lo que tenemos? ¿Disfrutarlo? ¿Ayudar a alguien vulnerable? ¿Hablar lo que necesitamos? ¿Reconocer nuestro dolor?

La violencia intrafamiliar en la época de la pandemia



Claudia Villanueva Kuri

El ominoso fenómeno mereció un llamado especial por parte de la ONU. El pasado 6 de abril, António Guterres, Secretario General del organismo, hizo una petición para atender el espeluznante aumento de la violencia intrafamiliar a nivel mundial que se ha dado en los últimos meses y que está vinculado al confinamiento al que nos está obligando la pandemia por la que estamos atravesando. De acuerdo al organismo, en Líbano y Malasia se duplicó el número de llamadas solicitando ayuda, en China se triplicó, en Australia se registró la más alta magnitud de casos reportados en los últimos 5 años. Otras fuentes (Aljazzera, The Guardian, Granma, Mother Jones Magazine, New York Magazine) reportan que en Chile aumentó la violencia intrafamiliar en un 70%, en Kosovo un 17% hasta donde tienen registrado, en Seattle, Estados Unidos, creció un 22% tan sólo en las primeras dos semanas de marzo, mientras que en San Antonio y Portland subió 21 y 38% respectivamente, durante el mismo periodo. En España, de acuerdo al periódico El Confidencial del 6 de abril, las consultas en línea para solicitar asesoría subieron un 269% respecto al mismo periodo del año pasado. En nuestro país, La Jornada reportó el 9 de abril, que las llamadas por violencia intrafamiliar habían subido hasta un 100% en algunos lugares del país. Y, apenas hoy, se publicó en el Reforma que de finales de febrero al 13 de abril hubo 367 muertes por violencia de género.  En su mayoría los casos reportados son de violencia ejercida por el hombre hacia la mujer y los hijos. Sólo The Guardian (3 de abril) documenta algunos casos de violencia ejercida por la mujer sobre el hombre, que por supuesto suelen ser varias veces menos que los de los hombres sobre el resto de la familia.

            Dice António Guterres que la combinación de varios estresores, entre los que destacan los problemas económicos, el miedo al contagio, la pérdida de seguridad, el confinamiento y las restricciones de movimiento, crea un ambiente propicio para el aumento de la violencia intrafamiliar, fenómeno que, de por sí, ya estaba presente en gran parte del mundo desde antes de que empezara la pandemia. Aunado a esto, The Guardian reporta que históricamente los casos de violencia intrafamiliar se incrementan en momentos de crisis económica. Además, se sabe que la agresión crece en periodos de encierro o de mucha convivencia, como durante las vacaciones de invierno, en las cuales suelen saturarse los refugios para mujeres y niños. Si a eso le aumentamos, como documentan en Mother Jones o en el New York Post en abril, que el aislamiento es en sí mismo una táctica muy común entre los abusadores para ejercer poder y control sobre sus víctimas, entonces podemos dimensionar que el escenario actual constituye una especie de “paraíso” para el victimario. Por si esto fuera poco, en muchos países hay menos personal disponible para atender casos de violencia intrafamiliar, ya sea porque el sistema de justicia no está trabajando como normalmente lo hace o porque los refugios para mujeres están siendo ahora utilizados como hospitales para atender la pandemia. En cualquiera de los dos casos ahora existen menos posibilidades que antes de que se les brinde atención a las víctimas, lo que en contraparte favorece la impunidad para el agresor. En algunos países se presenta además un fenómeno aparentemente contradictorio: hay más violencia, pero menos denuncia. En Chile, por ejemplo, crecieron las acusaciones por feminicidio en un 200%, pero las llamadas de ayuda por violencia intrafamiliar disminuyeron 18% respecto a marzo. Esto, sin embargo, se debe al hecho de que en muchas ocasiones las víctimas no pueden salir o siquiera hablar por teléfono sin que el abusador se dé cuenta. Aunado a todo esto, se presenta el fenómeno de que algunas mujeres golpeadas tienen miedo de ir a algún hospital por miedo a que se contagien del coronavirus.

Todas estas circunstancias, sin embargo, no nos alcanzan para poder dar cuenta de las causas de la agresión. En estos momentos, todos estamos pasando por situaciones parecidas, a todos nos provocan ansiedad el confinamiento, la posibilidad del contagio, la situación económica, la incertidumbre sobre el final de la epidemia, etc. Pero no todos los humanos reaccionamos con agresión ante estos estresores. Algunas personas manifestarán, por ejemplo, trastornos de ansiedad, otras un ataque de pánico, otras más presentarán conductas compulsivas o hipocondría o depresión o manía. Algunas llegarán al suicidio. Otras más tratarán de mantener la calma y reaccionarán de forma estoica ante la situación. Algunos más amanecerán un día con más fuerzas y otros días con desánimo y la fluctuación sería entendible.

 ¿Qué es entonces lo que lleva a algunos a reaccionar con violencia frente a una situación angustiante? Una de estas razones, acaso la más relevante, es que la mayoría de estas personas crecieron en ambientes en donde era común que los miembros se violentaran de manera frecuente, intensa e invasiva. Aprendieron desde muy chicas que la violencia constituía un mecanismo privilegiado para ejercer control y mantener a la otra persona sometida y al servicio del agresor. En estos ambientes la expresión de la ternura y el cariño fueron sofocados. Y aunque desde chicas pudieron llegar a odiar esos comportamientos violentos, acabaron introyectándolos y haciéndolos propios a través del mecanismo de defensa que se denomina identificación con el agresor.  Con frecuencia, además, desde que eran pequeñas, estas personas mostraban temperamentos altamente reactivos y defensivos, y su forma de lidiar con las desavenencias de la vida era descargando en otra persona el enojo, el coraje y la rabia que llegaban a sentir; no tenían además tolerancia a la frustración, a la demora, a la incertidumbre y todas estas situaciones constituían detonadores para la violencia.

Para bien o para mal es en la intimidad emocional y la cercanía de la familia en donde se activan los sentimientos más profundos y las reacciones más primarias. El ser humano tiende a formar y vivir en familia por miedo a la soledad, por tener una persona o grupo en el cual apoyarse y al cual cuidar, por la necesidad que tiene de parar la angustia que provoca estar en un estado de abandono durante los momentos frustrantes o los fracasos, etc. Pero esa misma cercanía crea un escenario en el cual se pueden activar sentimientos ambivalentes: por un lado, la familia da cobijo y paz, pero por otro se convierte en el espacio idóneo para depositar las reacciones más primitivas ante la frustración, el dolor o la incertidumbre, muchas de las cuales pueden ser violentas. Además, para cada uno de los adultos, la pareja y los hijos representan personas sobre las que se pueden recrear necesidades agresivas y vengativas no resueltas.

En algunos libros que hay sobre terapia de pareja y familia se afirma que uno de los factores que muchas veces ayuda a que las personas que tienden a reaccionar violentamente logren contenerse es el de la discontinuidad en sus relaciones. Esto quiere decir que el ir a trabajar, distraerse fuera de casa con otras personas, practicar algún deporte o, simplemente salir al súper o a ver una película son actividades que previenen que el uso de la violencia en la relación sea continuo. Pero justamente la pandemia nos ha obligado a mantener la continuidad permanente de las relaciones y con ello a la posibilidad de que se reactiven las reacciones violentas en mayor grado, frecuencia e intensidad.

Por si esto fuera poco, una de las características más importantes de las familias en las que existen comportamientos violentos es la de mantenerse aislados, como un sistema cerrado en el que se limita y excluye en la medida de lo posible el contacto con otras personas, así sean colegas, amigos o familia. El victimario siempre encuentra un mejor espacio para ejercer la violencia si no hay gente alrededor y si la pareja y los hijos no tienen a quién acudir. La presencia de un “tercero” en muchas ocasiones tiene la función de contener la realización actual de la violencia. Así que, ante la situación de encierro en la que viven la mayoría de las familias en estos momentos y ante la imposibilidad de denunciar la violencia, así sea a los familiares o amigos más cercanos, resulta más fácil para el perpetrador salirse con la suya.

Las reacciones violentas siempre se exacerban cuando el victimario siente que está perdiendo el control en alguna o en varias áreas de su vida. En esos momentos se siente indefenso frente a su ambiente. El ejercicio de la violencia le hace sentir que vuelve a tener control sobre su entorno y le permite sentirse fuerte y menos indefenso, aunque sea momentáneamente y de forma ilusoria. Como estas personas suelen acumular mucho resentimiento por agravios acumulados, se sienten una víctima privilegiada que tiene derecho a ejercer la violencia como una vía para vengarse (aunque sea con la persona equivocada) y reivindicarse. No necesitamos un ejercicio muy grande de imaginación para visualizar el escenario en el que se sienten en estos momentos de confinamiento, incertidumbre sanitaria e inestabilidad económica: ante la ansiedad que este panorama les provoca y ante la indefensión en la que pueden sentirse, la violencia es la vía que encuentran para reivindicarse y volver a sentirse en control de sí mismos.

Ante esta situación, que además va a durar más de lo que inicialmente imaginamos, habría que desarrollar ciertos mecanismos para que las familias puedan vivir sin agresión. El primero que considero que puede funcionar es el de establecer cierta discontinuidad en las relaciones familiares que asemeje, aunque sea un poco, a la que había antes del confinamiento. Si es posible, es aconsejable que los miembros de la familia se mantengan en espacios diferentes para evitar el roce entre ellos y las consecuencias psicológicas del hacinamiento. La estructura y planeación de actividades, así como de horarios, ayuda a que existan límites. Hacer ejercicio es sin duda uno de las mejores maneras para dar salida a la irritabilidad que provoca el encerramiento. Evitar el exceso en el consumo de bebidas alcohólicas es de particular importancia porque el alcohol suele desinhibir la agresividad en algunas personas. Habría también que subrayar que muchas veces no tiene sentido enfrentarse al agresor y engancharse con él al primer estímulo porque esto sólo provoca una escalada de agresión. Aunque, si las cosas se ponen muy violentas, siempre será mejor denunciar a tiempo. En fin, ojalá todas estas palabras sean de ayuda para tratar de pasar de la mejor manera posible estos tiempos tan extraños para todos.









HISTORIAS CRUZADAS: EL DOLOR EMOCIONAL EN LA PAREJA

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