Roberto Vargas Arreola
El
presente ensayo tiene el objetivo de analizar la construcción mediática del
poder como un eje estratégico que permita sensibilizar sobre las formas
simbólicas de la violencia, desde los estudios del psicoanálisis relacional.
Este propósito surge a partir de enlazar diferentes supuestos derivados de
investigaciones que se sustentarán en este trabajo, entre ellas: 1) El despliegue
de contenidos informativos y de comunicación tienen como base intereses
económicos y políticos, y distan significativamente de la búsqueda de un
bienestar social o colectivo; 2) Los medios de comunicación e información son
promotores de violencia simbólica al construir representaciones imaginarias de
poder mediático en donde se injertan ideas y creencias que conllevan a la
cosificación y explotación del individuo y 3) Las estrategias del marketing
social no tienen impacto en la sensibilización sobre el ejercicio de la
violencia simbólica, si bien algunas estrategias pueden estar orientadas hacia
la prevención y el tratamiento de la violencia física o directa, ninguna
campaña, plática, rueda de prensa o actividad social tiene implicaciones
directas en la sensibilización sobre la violencia simbólica.
Con
base en estos tres postulados se sustenta que el análisis de la construcción
imaginaria del poder puede conllevar al desarrollo de estrategias para
sensibilizar sobre el uso de la violencia simbólica, supuesto que se buscará
sustentar. Una mirada psicoanalítica
relacional nos puede ser útil para apuntalar nuestras intenciones. El psicoanálisis
relacional privilegia la interacción como motor de cambio psíquico y social, a
través de sus premisas le interesa el estudio de la intersubjetividad y de los
entramados que se establecen cuando dos o más personas se unen para pensar y
hacer vínculo.
En el primer apartado del trabajo se explicarán los supuestos con los que parte esta investigación; en la segunda parte del mismo, se buscará hacer una aproximación a los movimientos mediáticos que han surgido en contrasentido de la lógica mercantil y en el tercer y último apartado se desarrollará un eje estratégico en la comunicación de medios para sensibilizar sobre los usos de la violencia simbólica.
En el primer apartado del trabajo se explicarán los supuestos con los que parte esta investigación; en la segunda parte del mismo, se buscará hacer una aproximación a los movimientos mediáticos que han surgido en contrasentido de la lógica mercantil y en el tercer y último apartado se desarrollará un eje estratégico en la comunicación de medios para sensibilizar sobre los usos de la violencia simbólica.
Los contenidos informativos y de
comunicación
Es
paradójico que, si bien las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación han facilitado el acceso a la
educación, a la cultura y el arte, no han generado mayor creatividad, mayor
crítica, mayor conciencia del entorno ni ha disminuido la brecha educativa o
las desigualdades sociales (González y Rodríguez, 2014). En opinión de estos
autores, no se ha seguido una lógica diferente a la lógica de la
mercantilización, se sigue buscando el beneficio personal, en búsqueda de
gratificar necesidades narcisistas, y la concentración del poder en los medios
está aniquilando la diversidad y la creatividad. Algunos autores (Carbonell, 2013; Loreti y
Lozano, 2014; González y Rodríguez, 2014) coinciden en que las redes de
comunicación multimedia adquieren mayor valor económico y mercantil, en
comparación con su valor social. De esta manera, el ciudadano actual se
enfrenta al empoderamiento y monopolización de las redes mediáticas, con una
posibilidad de acción reducida.
Para ejemplificar el tema, Valle (2014) refiere que el desarrollo de las
nuevas tecnologías y los medios de comunicación está en manos de alrededor de
diez corporaciones internacionales, producto de la fusión de varias empresas.
Así, el mercado de los programas de televisión, música, libros, videos, DVD y
películas está posicionado en 90 por ciento de estas compañías. Mientras más
sofisticados son los medios tecnológicos, más jerárquico y autoritario se
convierte el sistema de control, en detrimento de su aspecto democrático. Por
otro lado, si bien estos medios se han expandido en diferentes sectores de la
sociedad, con la posibilidad de acceder y compartir información a través de las
redes sociales, sigue estando presente la brecha entre ricos y pobres, por lo
que muchas personas aún no tienen acceso a estos medios.
Loreti y Lozano (2014) señalan que las problemáticas de los medios de
comunicación, en torno a la libertad de expresión, han ocupado un lugar
importante en la agenda pública y ha generado vibrantes debates en la opinión
de los ciudadanos. Refieren que la función del periodista y de los medios de
comunicación es adoptar un código ético que proteja el derecho a la libertad de
expresión, así como la garantía de transparencia en la información, es decir,
informar con la mayor veracidad y objetividad posible, así como educar a una
sociedad que se encuentra inmersa entre una infinidad de contenidos
informativos (Avilés, 2013). Sin embargo, no debemos olvidar que en el mundo
contemporáneo comulgan diversas posturas sobre temáticas diversas, diferentes
miradas que presentan coincidencias o discrepancias frente a un fenómeno, por
lo que la veracidad y la objetividad serían ilusiones o ideales ante una
realidad multiforme, dinámica y compleja. El intento de concentrar el poder en
una idea deriva en un adoctrinamiento que está en contrasentido con la apertura
a la diversidad y el respeto a la democracia participativa.
Si los individuos y los grupos participáramos más en la construcción de la
realidad social y tuviéramos la oportunidad de mediatizar nuestras ideas,
podríamos retratar la densidad y complejidad de nuestras sociedades, de
nuestros grupos y de nuestra subjetividad, algo que nos permita reapropiarnos
de las complejidades del self y no vivir adoptando realidades imaginarias tan
distantes y desvirtuadas, tan huecas y cosificadas, tan aparentes y
superficiales.
La promoción de la violencia en los medios
de comunicación
La violencia está presente en los medios de comunicación e información. No
me refiero solamente a la violencia de la prensa amarillista, ni a los hechos violentos
como asesinatos, torturas o violaciones a la ley que son retratadas por los
medios. Me refiero a la ideología que cimbra en los discursos del poder
mediático, en donde se construyen de manera imaginaria estatutos de poder a
través de la riqueza, la belleza, la inmediatez, la omnipotencia, ideales
varios que distan significativamente de lo propiamente humano.
Algunos
autores (Abramovay y Pinheiro, 2015; Finol y Hernández, 2015; Prieto, 2013) han
diferenciado una violencia física, entendida como la intervención
de un individuo o grupo contra la integridad de otro individuo, grupo o contra
sí mismo; de una violencia simbólica referida al abuso de poder en donde se
imponen símbolos de autoridad como la violencia institucional, la
discriminación, la marginación y las prácticas coercitivas. Se considera que
desde los marcos culturales e ideológicos se reproducen realidades que, para
obtener sus fines de comercialización y sustentadas en grandes estrategias de
marketing, colocan al individuo como centro del universo, sin preocupaciones,
sin agobios, sin faltas, sin tiempo ni finitud y en una imagen de completud
aparente.
Se
considera también que la reproducción de estas imágenes tiene serias secuelas
en la conformación de la realidad y la construcción del self en la contemporaneidad,
se tolera muy poco la frustración y la demora, existen diversas fuentes de
evasión frente a la realidad, severos aislamientos o confusiones de identidad,
descolocación y sustitución de
realidades por otras más amigables, redes narcisistas en donde el individuo no
escapa de su imagen, desinterés e indiferencia por el prójimo, sentimientos de
vacío existencial y normalización de la violencia.
La violencia, en opinión de Finol y
Hernández (2015), se ha hecho imagen y en la imagen se ha hecho espectáculo,
impactando en la relación social. Para los autores, el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una
relación social mediada por imágenes, las cuales al universalizarse,
multiplicarse y proliferarse dan lugar a un exceso de representación y un acoso
de la realidad (Debord en Finol y Hernández, 2015). Prieto (2013) refiere: “nos estamos
convirtiendo en siervos o esclavos de la imagen o, lo que es lo mismo, de la
dimensión más aparente y superficial de las cosas” (párr. 1).
La sociedad del espectáculo, para Finol y
Hernández (2015), involucra tanto tendencias exhibicionistas como voyeristas;
lugares intercambiables que desde la violencia simbólica implican los roles
dominado-dominador. Así, la violencia simbólica se define como la coerción que
el dominado naturaliza hacia el dominador y por la cual no puede pensar en otra
forma de relación consigo mismo y con el otro. Los autores consideran que la
sociedad del espectáculo deriva en la inserción de mecanismos de violencia
simbólica, que se vuelven naturales e inevitables. El exceso de visibilidad
cosifica al cuerpo y lo convierte en mercancía y fetiche, conllevando a una
sociedad de indiferencia e indolencia frente al sufrimiento ajeno, que al
exponer todo en exceso y hacerlo visible, lo entrega al desnudo, para ser
devorado de inmediato. Hernández (2013) refiere:
Alrededor de
la violencia se ha codificado una narrativa concentrada en su
espectacularización, en la que la muerte deja de tener (o pierde) su carácter
destructivo para agudizar un sentimiento de libertad y goce a partir del
sufrimiento del otro, lo cual reafirma una subjetividad individual que
naturaliza ese dolor desde la postura de espectador (párr. 24).
Una muestra de ello es el contraste en la imagen urbana de ciudades
plagadas por la violencia como el caso de Monterrey, México. Al respecto Prieto
(2013) plantea que, por un lado, la imagen urbana de la ciudad está encaminada
a enaltecer su estética como forma de seducción a los ciudadanos y turistas y,
por otro lado, retrata una sociedad matizada por el espectáculo de imágenes
violentas ligadas al crimen organizado y el narcotráfico. Desde la perspectiva
del autor, la violencia tiene la capacidad de generar imágenes espectaculares
que entran en competencia o conflicto con los macroproyectos de las grandes
urbes (Prieto, 2013).
La violencia simbólica nos lacera y nos sofoca, nos sitúa frente a las
heridas de un ciudadano y de su ciudad, de su hábitat o su ecosistema. Nos
sitúa frente a las grandes dificultades para establecer relaciones sociales
basadas en la solidaridad, el respeto, el apoyo mutuo, la cooperación y el
bienestar colectivo. Los códigos, en su mayoría indescifrables, de la violencia
simbólica, conllevan a la reproducción de acciones violentas como una imagen en
espejo en donde se representan abusos de poder, de corrupción, de uso y
explotación de las personas, a favor de intereses económicos y políticos. Esta
realidad de la violencia es sustituida por una realidad estética, seductora,
complaciente, tentadora y placentera, que los medios de comunicación e
información imponen como formas para tramitar angustias y ansiedades, y
conducir al consumo.
Las secuelas de esta fabricación de realidades son que frente a una
saturación de estímulos, imágenes y contenidos informativos, existen bloqueos
importantes que nos desvinculan con el otro y desintegran los tejidos sociales
de las relaciones, nos obligan a mirar nuestra imagen y compararla con los
modelos instaurados en la sociedad del consumo, tal como Finol y Hernández
(2015) refieren en torno a la selfie, autoimagen que circula en las redes
y que promueve que el individuo se sitúe en un lugar privilegiado en función de
la atención que se recibe en las redes sociales y el neonarcisismo, en donde el
cuerpo es contemplado, exhibido y cotejado con modelos socialmente impuestos.
La fuerza
de la violencia simbólica no discrimina identidades, sectores sociales,
ámbitos, contextos, regulaciones, prohibiciones ni mesuras. La violencia
simbólica no tiene un origen o un destino determinado, su marca está inscrita
en el individuo, la familia, los grupos, las sociedades, la comunidad global y
sus raíces pueden abarcar diferentes anclajes de relación; en otras palabras,
no se pueden determinar sus primeros brotes o erupciones, ni tampoco delimitar
sus zonas de proliferación o dominio.
¿Se puede
plantear que existe mayor vulnerabilidad a la violencia simbólica en
ciertos individuos o grupos? Se considera que no. Si bien, ciertas condiciones
de vida como la precariedad de los servicios públicos, el ocio, la falta de
oportunidades de educación y empleo y las restricciones en la movilidad social
pueden acentuar el grado de violencia física (Abramovay y Pinheiro, 2015), se sostiene que todos los sujetos que
estamos inmersos en esta aldea global, padecemos de maneras directas o
indirectas los efectos de la violencia simbólica; en otras palabras, somos
sensibles, de diversas maneras, a la imposición de ideas, discursos, creencias,
dogmas, que repercuten en el uso y la explotación de los individuos y los
grupos.
Movimientos contestatarios a la lógica
mercantilista en los medios
Vivimos en una época de inmediatez, en un tiempo
comprimido. En nuestros días es difícil desglosar y analizar los mensajes
mediáticos, los cuales se condensan unos con otros, dando lugar a que en
estados de irreflexión, nos convirtamos en autómatas al servicio del consumo: “Las tecnologías
de la información han provocado una aceleración sin precedentes de la
percepción del tiempo, con profundas consecuencias sobre los procesos de
producción y consumo, la organización del trabajo, o el propio pensamiento y
los estilos de vida” (Barranquero, 2013, párr. 1). Así, frente a la aglutinación de canales comunicativos e informativos, nos
encontramos enredados y confundidos frente a un entorno que nos impone modelos
de aparente satisfacción personal a través del consumo de un producto o servicio.
Estas lógicas de mercantilización, además, prometen modos instantáneos de
satisfacción en donde la promesa es aliviar las tensiones y angustias de vivir
ante escenarios sociales inestables, inciertos, cambiantes e inseguros.
Barranquero (2013) señala que en el tiempo actual se le brinda culto a la
velocidad a través de la búsqueda insaciable de ganar tiempo o perder el menor
tiempo posible, de esta manera no se respetan los tiempos personales o la
noción del tiempo subjetivo. Las consecuencias son graves ya que han
incrementado los índices de estrés, ansiedad, desgaste laboral y déficit de
atención. Frente a este panorama de incertidumbre, el movimiento slow media,
mismo que el autor estudia y desarrolla, propone controlar los ritmos de vida
más allá de la eficiencia temporal, se propone buscar la mesura, el tiempo
justo, la reconexión con el medio ambiente y los vínculos cooperativos y
solidarios. Además, cuestiona la producción y el consumo torrencial de
información a través de soportes, formatos y prácticas que privilegian la
brevedad, la simplificación, la descontextualización y la fragmentación de la
información, por encima de su calidad.
Así como
este movimiento se ha situado a contracorriente de las tendencias sociales
actuales y la monopolización de los medios tecnológicos y de comunicación, han
habido enfoques por parte de la Comunicación para el Desarrollo y el Cambio
Social (CDCS), para buscar la mejora y el bienestar de los individuos y las
poblaciones en materia de derechos humanos, justicia social y respeto al medio
ambiente (Angel y Barranquero, 2016), destacando entre ellos la comunicación
para el desarrollo, la comunicación para el cambio social, la comunicación
participativa, la comunicación alternativa, la comunicación popular,
folkcomunicación, movimientos sociales y TIC (tecnologías de la información y
la comunicación), el buen vivir, la dialogicidad y la performatividad.
Sin
embargo, en materia de marketing social, las estrategias
derivadas de la mercadotecnia, tales como charlas, campañas, ruedas de prensa y
actividades sociales para incidir en problemas de salud pública, derechos
humanos, medio ambiente, desarrollo comunitario y otros (Fernández et.al.,
2017), están situadas en el plano de la comunicación interpersonal y no
mediática. Desde estas estrategias se busca la mejora a través del
involucramiento y la participación ciudadana en un ideal de equidad y
democracia, cuando desde los medios, se siguen reproduciendo ejercicios de
poder ajenos a los intereses de la ciudadanía, que retratan mínimamente las
problemáticas sociales que viven y que no son empáticos con las necesidades que
presentan.
El marketing social, desde un punto de vista personal, no ha alcanzado a
cuestionar la cosificación y mercantilización del sujeto derivada de la violencia
simbólica, especialmente aquella emitida por parte de los medios de información
y comunicación. Si bien entre sus estrategias, aplican técnicas de la mercadotecnia
para la implementación, análisis y evaluación de programas que buscan promover
la aceptación, modificación, rechazo o abandono de comportamientos voluntarios
encaminados al bienestar (Fernández, et.al., 2017), no ejercen una autocrítica
frente a las secuelas que las mismas estrategias mediáticas imponen en los
individuos. La indiferencia y la normalización de la violencia fungen como
defensas o escudos para no contactar con lo terrible y lo horroroso del drama
citadino ya que, como refiere Hernández (2013), en países como México,
Venezuela, El Salvador y Brasil, el número de
asesinatos incrementa cada año, por lo que estas sociedades ya no son solo
sospechosas, sino cómplices de la violencia.
Construcción de un eje estratégico
para sensibilizar sobre el uso de la violencia simbólica
Con
base en los enunciados anteriormente desarrollados, se sostiene el supuesto de
que la deconstrucción del poder que se reproduce en los medios puede ser un eje
estratégico que permita sensibilizar a los individuos y a los grupos sobre el
uso de la violencia simbólica. En opinión de Valle (2014), la monopolización de
los medios de comunicación ha tenido tres principales efectos: 1) Refuerza la
despolitización de la gente, los conglomerados de medios “no tienen nada para
decir, pero mucho para vender” (Gerbner en Valle, 2014, párr. 10); 2) Desmoralizan
a la población convenciéndola de que es inútil la esperanza de cambio; y 3)
Producen realidades paradójicas que repercuten en desigualdades sociales: “se
verifica un mayor y creciente acceso a la recepción de medios y, al mismo
tiempo, los medios están cada vez en menos manos” (Valle, 2014, párr. 10).
El
poder en el imaginario colectivo actual remite a una ficción, a una trampa y a
una falsedad que tiene como propósito investir ideas de éxito, riqueza y fama
que son solo aparentes y que esconden la brutalidad de la violencia y el
desgarramiento de la indiferencia y el vacío; si en lugar de seguir
reproduciendo estas imágenes, se deconstruyera el poder mediático a partir del
diseño de nuevas narrativas, guiones y escenas con símbolos más humanos y
éticos, con liderazgos efectivos y solidarios como representantes de ideales,
con discursos apegados a la crisis humanitaria que vivimos, con la
representación de la democracia a través de propuesta clave, podríamos incidir
en la sensibilización sobre el uso de la violencia simbólica. El poder de la
imagen es innegable y no es mi propósito desacreditarla, sin embargo la
construcción imaginaria que se muestra en los medios es tan distinta de lo que
experimenta el ciudadano común hoy en día, tan distintas son sus necesidades, que
el propósito de la comunicación mediática se ha orientado a solo fines
mercantilistas y no de sensibilización.
Desde
una lógica social, la mercadotecnia podría participar en resaltar la fuerza de
la fraternidad y no el realce de un individuo; desarrollar el capital social
que no es propiedad de un individuo ni de una institución, sino que surge en
las relaciones cooperativas entre los actores (Abramovay y Pinheiro, 2015);
fomentar la equidad entre hombres y mujeres; la integración de los grupos
minoritarios, la justicia, la igualdad de derechos; sensibilizar sobre la
intolerancia, el autoritarismo, los dogmas, el fanatismo, la concentración del
poder, la búsqueda insaciable de riqueza, las desigualdades sociales. Podría en
función de su giro comercial, promover hábitos sanitarios, de alimentación, de
comunicación, de aprendizaje, de manejo emocional más adecuados; sensibilizar
sobre el ecocidio o la destrucción del medio ambiente por la mano del hombre,
propiciar discusiones sobre aspectos éticos y de salud mental; fomentar el
deporte, el arte y la investigación a través de actitudes críticas, analíticas
y creativas.
Cada
vez existe más exigencia y demanda a las corporaciones y a las organizaciones
actuales para que contribuyan de manera activa y voluntaria en la mejora del
entorno, es decir para que adquieran mayor responsabilidad social. Desde este
ángulo, el marketing social podría incidir para que, por cada anuncio
publicitario que esté diseñado para el consumo de un producto o servicio, se
diseñe uno análogo cuyo fin sea sensibilizar sobre algún aspecto ideológico o
cultural que esté implicando algún uso de la violencia simbólica y que
repercuta en mayor sensación de bienestar social y colectivo.
Tendremos
que ser críticos con la reproducción de realidades ficticias y artificiales que
nos venden los medios de comunicación e información, y ser contestatarios para
ofrecer formas distintas (más humanas y más solidarias) de responder a las
angustias y ansiedades contemporáneas. González y Rodríguez (2014) proponen, a
través de sus críticas y estrategias, crear una
comunidad digital crítica que discierna entre la infinidad de información y
comunicación que existe en los medios, una sociedad de mentes ideando y creando
sobre los problemas que sobrevienen en su sociedad. Si el futuro ya no puede
ser pensado sin el uso de la ciencia y la tecnología, más vale que esté al
servicio de nuestra supervivencia y, paradójicamente a los estatutos y premisas
posmodernos que enaltecen el valor del individuo, la oportunidad de sobrevivir
emana de las interacciones, la participación colectiva y la construcción de
tejido social, premisas que son apuntalados por el psicoanálisis relacional.
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