Amalia Rivera
El presente ensayo no lleva como propósito fundamental discutir el valor científico
del Psicoanálisis, tema que no ha dejado de ser una de las preocupaciones
principales de muchos analistas y para quienes toda propuesta que se aleje del
esquema clásico, no constituye un planteamiento serio o confiable. Continuar
investigando en Psicoanálisis debe ser un objetivo central a fin de someter a
experimentación muchas de nuestras proposiciones y dar mayor solidez a la teoría
psicoanalítica. Sin embargo, el hecho de que gran parte de nuestros objetos de
estudio pertenezcan al mundo subjetivo, también nos obliga a darle un lugar
preponderante al uso de estrategias de intervención que todavía carecen de
respaldo empírico en la práctica terapéutica, pero su empleo puede ser sustentado
por un marco teórico consistente, experiencia y formación clínica, así como trabajo
personal.
Desde sus inicios, la teoría psicoanalítica ha sufrido numerosos cambios, tanto a
nivel teórico como práctico. Algunos conceptos teóricos propuestos por Freud han
sido ampliados y enriquecidos por psicoanalistas contemporáneos, mientras que
otras conceptualizaciones son discutidas e incluso han llegado a ser descartadas
por representantes de diversas escuelas analíticas. Aron (2010) señala que el
cambio en psicoanálisis obedece a una mezcla de modificaciones en muchos
sentidos, que podrían ir desde lo social, político, económico y cultural. Hoy en día
la tendencia por estudiar al individuo desde una perspectiva interdisciplinaria e
intersubjetiva ha cobrado mayor fuerza, con la finalidad de tener un
entendimiento mucho más completo y complejo del mismo. Además, abordar la
experiencia analítica tomando en cuenta la relación entre individuo, especie y
sociedad con sus distintos niveles de realidad, reduce la posibilidad de aferrarnos
a un pensamiento lineal y simplificante (Morin, E. 2003).
Cada vez son menos las posturas teóricas dentro del psicoanálisis que se basan
en la concepción de procesos mentales puramente intrapsíquicos al considerar
que la interacción con el mundo externo y la realidad en general también son
elementos fundamentales para la comprensión del sujeto. (Coderch, J. 2012). El rol del analista ha cobrado un significado muy distinto al que antes tenía y los
elementos técnicos empleados a lo largo del proceso terapéutico se han
replanteado y transformado.
El hecho de que en Psicoanálisis Relacional se ponga mayor énfasis en la
interacción entre paciente y analista, ha facilitado la inmersión de distintos tipos de
intervención en la práctica clínica que tiempo atrás no habrían sido aprobados.
Dichos tipos de intervención, además de estar sustentados por criterios teóricos,
me parece que también requieren de cierta intuición, sensibilidad e incluso “talento
artístico” por parte del analista, para que éste pueda emplear sus propias
emociones, sensaciones e ideas en forma creativa y asertiva.
Para ello, se espera que el terapeuta conserve una actitud sensible y
suficientemente flexible frente a cada caso que tiene a su cargo, con la finalidad
de poder ir construyendo en forma conjunta el espacio relacional que se requiere
para explorar los contenidos conscientes e inconscientes que están involucrados.
En la actualidad, un alto porcentaje de los psicoanalistas contemporáneos opina
que dentro del contexto analítico es prácticamente imposible que la presencia de
los participantes permanezca ajena y neutral. Se ha determinado que no hay
forma de no comunicar puesto que todo lo que acontece entre paciente y
terapeuta, tanto a nivel verbal como no verbal, es la manifestación de algo. El
analista ha dejado de ser visto como “la autoridad” que posee el conocimiento
sobre el otro y deberá mantener una posición abstinente y neutral a lo largo del
proceso terapéutico.
La participación e involucramiento emocional y racional en un juego mutuo facilita
la conexión con el mundo subjetivo de ambos participantes, pero al mismo tiempo,
el terapeuta deberá estar atento de no estar trabajando para satisfacer
principalmente sus propias necesidades narcisistas y deseos inconscientes
(Coderch, J. 2012).
Encontrar el grado de acercamiento emocional que el analista requiere mantener
con cada paciente y cuánto acerca de sí mismo puede revelar sin entorpecer el
proceso de transformación y crecimiento dentro del ámbito terapéutico es un arte,
donde la experiencia clínica, formación teórica, horas de supervisión, análisis
personal, sensibilidad, capacidad creativa, intuición y empatía ocupan un papel
fundamental.
Gran parte de lo señalado en párrafos anteriores, nos da la pauta para comenzar a
discutir acerca de una controvertida estrategia de intervención y me refiero a la
autorrevelación. A la fecha su empleo sigue generando sentimientos de culpa y
vergüenza entre algunos analistas al ser vista como una señal de mala praxis.
Durante años se ha sostenido cierta tensión entre la devoción a las reglas técnicas
propuestas por Freud y la insistencia en la flexibilidad frente a las mismas,
llegando muchas veces a ser descalificados e incluso expulsados de los círculos
analíticos los psicoanalistas que optan por lo segundo.
Pizarro (2005) y Sánchez (2011) hacen una amplia revisión respecto a la posición
que tienen diversos autores frente al empleo de la autorrevelación. Dentro de
dichas posturas, hay quienes se declaran totalmente en contra como también
quien está a favor, al grado de concebir que un análisis no puede considerarse
completo si el analista no ha compartido con el paciente información personal que
traslade la relación hacia un vínculo de mutualidad (Tantillo, 2004).
Los contenidos que el analista puede optar por revelar pueden ser desde
experiencias de vida personal correspondientes al presente o el pasado, como
información relativa a la interacción entre paciente y terapeuta. A pesar de que a
través de dicha interacción todo el tiempo se están destapando y comunicando
contenidos conscientes e inconscientes, la decisión voluntaria del terapeuta por
compartir determinada información con su analizado implica un alto grado de
responsabilidad que deberá enfrentar con ética y profesionalismo. El acto
voluntario y consciente que precede a la autorrevelación, se contrapone a las
reacciones inconscientes del analista en la contratransferencia.
La autorrevelación puede ser una estrategia de intervención potente y muy útil. Su
empleo permite que el terapeuta pueda acercarse al paciente
mucho más cercana y honesta que facilite el acceso a contenidos inconscientes
del paciente y le ayude a éste a legitimar sentimientos y experiencias de vida.
Además, el grado de transparencia del terapeuta contribuye a facilitar el que sea
internalizado (Buechler, 2008).
No obstante, también puede ser una estrategia de intervención sometida a la
satisfacción narcisista del terapeuta, lo cual llevaría a que el sentido del análisis se
distorsione por completo y prevalezca la iatrogenia. Encontrar “el balance idóneo”
entre compartir contenidos personales que pueden tener un efecto terapéutico en
la práctica clínica y evitar revelar propias experiencias que pudieran afectar el
proceso, también requiere del desarrollo de cierta destreza artística para distinguir
cuando es oportuna su aplicación. Tal destreza ó habilidad se irá construyendo al
combinar sensibilidad e intuición con formación teórica y experiencia clínica, para
lo cual el conocimiento que el terapeuta tenga de sí mismo a través de su propio
análisis ocupa un papel relevante.
La autorrevelación es un estrategia de intervención que debe ir acompañada de
una intencionalidad, donde la historia del paciente, vínculo terapéutico y momento
del análisis deben ser tomados en cuenta. Lo anterior no elimina el factor de
riesgo que conlleva su empleo y en la medida que el material íntimo que se
comparta con el paciente esté debidamente procesado y elaborado por el analista,
el peligro de hacer un mal uso de dicha estrategia se reducirá. Si el terapeuta
experimenta incomodidad después de haber revelado material personal, podría
considerar no haber empleado la autorrevelación en forma adecuada.
Cuando el terapeuta revela información personal en forma impulsiva e inapropiada
al darle prioridad a la espontaneidad o comunica contenidos particulares que no
tiene suficientemente trabajados, podrían presentarse las siguientes reacciones en
el paciente: a) perder por completo la confianza en la capacidad del analista para
estar al frente del proceso terapéutico b) sentirse sobrecargado, abrumado e
invadido con la información personal que le fue revelada y con lo cual sus propios
problemas podrían pasar a segundo plano c) percibir al analista como un ególatra
narcisista que carece de capacidad de escucha al estar más interesado por
mostrarse.
En los años iniciales de mi práctica profesional, recuerdo haber compartido con un
paciente que se encontraba muy perturbado por la pérdida de un familiar, mi dolor
personal ante el fallecimiento de un ser querido. Evidentemente hice referencia a
un proceso de duelo que yo no había terminado de procesar y que por lo tanto, la
información que comunique venía acompañada de una fuerte carga emocional. A
la fecha, guardo en mi memoria la consternación e impacto que tuvo en mi
paciente lo que le compartí. Su rostro expresó incredulidad, quedó sin palabras y
se le veía realmente confundido respecto a cómo actuar frente a mí transparencia.
En ese entonces yo no tenía los conocimientos ni experiencia clínica para reparar
mi error en la sesión y como puede suponerse, dicha oportunidad tampoco la tuve
después porque el paciente no regresó. Lo anterior, me parece que puede ser
tomado como un ejemplo de un exceso de involucramiento por parte del analista
con el sufrimiento del paciente y aunque mi intención al compartir una experiencia
propia tenía un propósito empático, éste se diluyó puesto que la autorrevelación
invadió el espacio terapéutico.
McCarthy y Betz (1978) marcan una clara distinción entre la autorrevelación y el
autoinvolucramiento, señalando que en la segunda los contenidos que se revelan
corresponden a la experiencia actual dentro de la relación terapéutica.
En lo
personal, me parece que en la autorrevelación también se pueden expresar
contenidos relacionados con el presente y no tan sólo del pasado personal, pero
en el autoinvolucramiento el terapeuta pierde control sobre la intervención puesto
que ésta carece de todo propósito terapéutico al estar bajo el dominio de
necesidades personales.
Varios años han transcurrido después del evento que arriba mencioné, durante los
cuales he ido acumulando conocimientos, experiencia y madurez que me han
permitido desarrollar mayor destreza para emplear la estrategia de
autorrevelación. Hoy en día puedo afirmar haber obtenido buenos resultados
terapéuticos al compartir con pacientes información personal que particularmente
ha estado vinculada a temas relacionados con: a) experiencias migratorias b)
dificultades que se enfrentan a lo largo de las distintas etapas evolutivas con los
hijos c) preocupaciones en torno al envejecimiento de los padres d) logros de los
pacientes que han implicado un objetivo importante del proceso terapéutico e)
momentos complicados del análisis por la presencia de enfermedades, evolución
de las mismas y tratamientos invasivos que los pacientes han debido recibir.
En muchas de dichas circunstancias, considero que haber hecho del conocimiento
del paciente mis emociones frente a la situación, relatar estrategias que me
resultaron útiles para abordar la experiencia o simplemente autorrevelar vivencias
personales asociadas al suceso relatado por el analizado, han beneficiado el
proceso terapéutico. Una buena parte de la ganancia ha consistido en fortalecer la
alianza terapéutica, fomentar ser vista como un sujeto que también debe resolver
dificultades en la vida y que experimenta toda una gama de afectos similares a los
del paciente. Quisiera puntualizar que las autorrevelaciones efectivas han estado
muy acotadas en lo referente a su extensión. El excederse al comunicar material
personal puede propiciar que la efectividad de la intervención se pierda y que los
límites del encuadre terapéutico se confundan y traspasen.
Los seres humanos muchas veces estamos preocupados por figurar y
distinguirnos entre los individuos que nos rodean, quizás para sobrellevar con
menor aprehensión lo insignificantes que somos dentro del universo y lo frágil que
puede ser la vida. Los analistas no estamos exentos de ello e incluso podemos
perder de vista que tan sólo somos “extraños intensamente íntimos” (Buechler,
2008; p. 364) en la vida de nuestros analizados y no figuras centrales. Cuantas
veces quedamos perplejos al comprobar que los pacientes no recuerdan el
nombre de terapeutas que los atendieron en el pasado e incluso olvidan el nombre
de su analista actual.
El revelar material personal podría estar vinculado a esa necesidad narcisista de
distinguirnos y cobrar mayor presencia, cuando nuestro principal foco de trabajo
en la terapia debe ser facilitar el trabajo introspectivo para que el analizado
obtenga un mejor conocimiento de sí mismo que le ayude a enfrentar dificultades y
ampliar sus potencialidades. Si la autorrevelación es una estrategia de
intervención que colabora en lo anterior, vuelvo a insistir en el beneficio de su
empleo.
Cabe señalar que en mi opinión, la cultura también ocupa un lugar trascendente
en el uso de la autorrevelacion. Al ser una estrategia donde la emoción muchas
veces participa en forma importante, en sociedades donde la expresión de los
sentimientos es más común y el manejo de la distancia/cercanía afectiva que los
terapeutas guardan con sus pacientes es menos estricta, el analista podría
sentirse con mayor libertad y seguridad al compartir información personal.
Otro punto que me parece importante a considerar y el cual creo que debe estar
más presente en el debate de la autorrevelación, es el tema de la confidencialidad.
Si bien en todo contrato terapéutico está claramente explicitado que el analista
deberá guardar total confidencialidad respecto al material que el paciente le
refiere, no está clara la posición que éste último deberá mantener en cuanto a la
información personal que su terapeuta le comparta. Me parece que el grado de
confianza, simpatía y afecto que el paciente le genera al analista, también influye
para decidir compartir información íntima y personal. Un buen vínculo terapéutico
podría ser un indicador de que el paciente sabrá hacer buen uso del material
personal que su terapeuta le confía; no obstante, el riesgo de que así no sea está
presente como también está la posibilidad de que el analista no haga un buen
trabajo.
Sin duda, este asunto como muchos otros aspectos de nuestra praxis deberán
seguir en discusión e investigación, con la finalidad de poder contar con más datos
sometidos a experimentación y no sólo hipotéticos.
Para finalizar quisiera reiterar que el malabarismo teórico y práctico que un
analista debe ir adquiriendo en el quehacer clínico, requiere de mucho trabajo
personal, una formación teórica sólida y de la habilidad para ir afinando criterios e
instrumentos de intervención que faciliten el trabajo artístico, sensible y creativo
dentro del espacio relacional.
Ser un buen analista implica no solamente cultivar nuestro intelecto y raciocinio;
igual de importante es desarrollar nuestra sensibilidad para tocar al paciente
afectivamente y así poder entrar en su mundo emocional con la delicadeza,
suavidad y precisión que nos evocan muchos artistas.
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Tantillo, M. (2004) The Therapist´s Use of Self-Disclosure in a Relational Therapy
Approach for Eating Disorders. En: Eating Disorders. 12 (Págs. 51-73)
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