Roberto Vargas Arreola
Covid
19 nos ha cambiado la vida, nos ha cambiado la forma de ver la vida, de
situarnos frente a la vida. Experimentamos en general un ambiente de
incertidumbre e inseguridad, nada de lo que teníamos medianamente claro lo
podemos sostener, ni siquiera podemos pensar en un entorno “suficientemente
bueno”, en el sentido de proveernos una mediana sensación de estabilidad y
sostén, haciendo alusión al concepto de holding.
¿Antes sí teníamos ese sostén? Considero que no, carecemos desde hace mucho
tiempo de un entorno seguro y confiable. El daño al medioambiente, las
desigualdades sociales, la violencia, la falta de oportunidades, las
desapariciones forzadas, la delincuencia, entre otros, generan estragos en las
sociedades y comunidades, desembocando en actitudes de individualismo y
desconfianza hacia el prójimo. Ya llevamos años viviendo así. La diferencia es
que antes del Covid 19 estábamos inmersos en un ritmo citadino acelerado,
inmersos en actividades, que nos hacían olvidarnos de nosotros mismos, de
nuestras dificultades para conectar emocionalmente con los otros y de los
problemas que venimos acarreando en cuanto al cuidado del entorno y el trato
social. Así, ha prevalecido una saturación de contenidos (imágenes,
información, actividades, relaciones, posesiones, bienes materiales), entre
otros, para ocultar los problemas que nos aquejan.
Antes
de la cuarentena, no podemos negar que vivíamos en un entorno social vibrante,
vibraba la energía que corría por las calles, las avenidas, las plazas
públicas, las escuelas, los lugares de trabajo, pero entre tanta energía, por
momentos teníamos que disociar los problemas sociales y ambientales que nos
inquietan, y por momentos prevalecía la idea de que “mientras no me pase a mi o
a alguien cercano”, podía despreocuparme. Así, se ha tendido a normalizar o
naturalizar la violencia, antes de denunciarla o incluso reconocerla.
La
pandemia nos está dejando una lección. La aldea global somos un solo cuerpo, un
solo organismo, nuestras relaciones son sistémicas y todos estamos expuestos a
un contagio, a la enfermedad y a la muerte. No poder mirar hacia otro lado ni
negar lo que la pandemia trae consigo. Crisis sanitaria, crisis económica,
crisis social. No podemos engañarnos a nosotros mismos. Estamos confrontados
con una realidad angustiante y tenemos que hacer uso de otras defensas, no ya
la negación o la disociación, para lidiar con los problemas que vivimos día con
día al ser habitantes del planeta tierra.
Erich
Fromm en su libro “¿Tener o ser?”, nos hizo reflexionar sobre la sociedad
contemporánea en términos de una orientación por el tener y ser productivo, más
allá de ser y vivir. Decía: “ya no se tiene para vivir, sino ahora se vive para
tener”. En recientes fechas, reflexionaba con un paciente sobre esta premisa
que en mis años de formación escuché y me parece que ahora tenemos que
introducir una premisa distinta, ya que desde mi punto de vista, la duda sobre
uno mismo ya no está en función de qué tienes, sino de qué haces, qué produces,
qué impacto tienes. Vivimos para hacer, para generar, para cambiar, atributos
que valoramos en nuestra contemporaneidad. Levantamos un gran peso a nivel
generacional en resarcir o intentar resarcir los terribles daños que como
humanidad hemos generado. Esta sobre exigencia muchas veces nos deja exhaustos.
El problema es que con la pandemia escapan nuestras posibilidades de hacer algo
y eso nos hace sentir impotentes y solos.
Me
resulta interesante descubrir cómo estos supuestos los fui confirmando con las
apreciaciones de mis pacientes y la mía propia que frente a la cuarentena y el
cambio abrupto de tener menos actividad que la habitual, estuvo en entredicho
la sujeción con algo tan íntimo como la identidad. ¿Quiénes somos? ¿Acaso somos
lo que hacemos? ¿Acaso nos define una actividad, un trabajo o una meta
profesional? La respuesta es no, pero parece que ahora se experimenta un vacío
en la experiencia de uno mismo, en términos de no saber qué hacemos o por qué
hacemos las cosas. ¿Alguna vez lo hemos sabido? Tal vez no, pero ahora la falta
de respuestas nos exhibe y atormenta.
Otro
asunto que me ha hecho reflexionar el encuentro con mis pacientes es que la
cuarentena no nos dejó opciones. Vivimos en un entorno social colmado de
posibilidades, podemos hacer una cosa o la otra, tenemos multiplicidad de
alternativas para elegir, tantas que por momentos tomar una decisión es
agobiante. Sin embargo nuestra libertad ha quedado también en duda cuando nos
sujetamos a una única opción posible: mantenernos en casa si queremos
sobrevivir a esta pandemia. Es angustiante vivir así, pero quizá también es un
aprendizaje para nuestro quehacer personal y profesional, ¿qué tanto hemos sido
conscientes de nuestra libertad y de nuestra responsabilidad en lo que pasa en
nuestras vidas? ¿Qué tanto hemos decidido vivir?, o en todo caso, ¿qué
significa vivir para cada uno de nosotros?
Desde
que escucho a mis pacientes de modo virtual, tengo un registro que antes no
había detectado, un registro más consciente y más lúcido, de trazar también las
rutas por las que transitan sus sentidos de vida. Así, yo también me congratulo
de escucharlos y verlos, incluso he optado por ver del otro lado de la pantalla
a algunos pacientes que en el consultorio recibía en diván. Es un anhelo de
contacto, de saber de ellos, de celebrar la vida, de sabernos vivos.
Por
otro lado, hemos puesto a prueba nuestra capacidad de flexibilidad para cambiar
nuestra rutina y adaptarnos a una realidad distinta. He pensado que si estar
exentos de esta pandemia hubiera sido una posibilidad, muchas personas hubieran
optado por ella, sin importar el costo de ello. Una paciente me lo refería así:
“¿cómo escapas de algo como esto? Si estaba intentando huir de mis miedos de
enfermarme y morir, esto me lo exacerba, no tengo a dónde ir”. La confrontación
con uno mismo y el contacto con nuestras heridas, es amenazante y la pandemia
nos demuestra que no tenemos otra opción.
Conversaba
con otro paciente una reflexión sobre la cantidad de veces al día que
intercambiamos cosas con la gente, palabras, miradas, saliva, dinero, saludos,
abrazos, caricias, contactos físicos de todo tipo. Estamos sintonizados con los
otros y los otros con nosotros, conectados inconscientemente por patrones
gesticulares, kinestésicos y lingüísticos. Nos desarrollamos en las relaciones,
incluso con desconocidos. Hace algún tiempo pensaba en una tesis que podía
definir más o menos así: “el otro como devenir”, lo sostenía en función de que
el individualismo y el narcisismo recalcitrantes en generaciones pasadas, están
dando lugar a la importancia que tiene el otro. La importancia de ver al otro,
de reconocerlo, de subjetivarlo, es un ejercicio paralelo de poder verte,
reconocerte y subjetivarte. La posibilidad de verlo como un sujeto integrado,
diferente de ti, con necesidades propias, también son indicadores de salud.
Al mismo tiempo, la empatía hacia el sufrimiento que aqueja a mucha gente que enferma y muere, empatía hacia sus familiares, empatía hacia la tierra que nos exige un descanso y una reflexión frente a tanta explotación de recursos naturales y un escaso cuidado al medio ambiente, también es un indicador de que necesitamos ver al otro como devenir, que esa conducción nos puede llevar a ser más humanos o para ser más preciso, tener más humanidad. La pandemia pasará y regresaremos a la normalidad, pero la pregunta es: ¿de verdad queremos volver a la normalidad? ¿Así nada más? ¿Sin ningún cambio o sin ninguna reflexión? ¿Es que acaso no, nuestra aparente “normalidad”, está enferma?
Al mismo tiempo, la empatía hacia el sufrimiento que aqueja a mucha gente que enferma y muere, empatía hacia sus familiares, empatía hacia la tierra que nos exige un descanso y una reflexión frente a tanta explotación de recursos naturales y un escaso cuidado al medio ambiente, también es un indicador de que necesitamos ver al otro como devenir, que esa conducción nos puede llevar a ser más humanos o para ser más preciso, tener más humanidad. La pandemia pasará y regresaremos a la normalidad, pero la pregunta es: ¿de verdad queremos volver a la normalidad? ¿Así nada más? ¿Sin ningún cambio o sin ninguna reflexión? ¿Es que acaso no, nuestra aparente “normalidad”, está enferma?
Esta
pregunta también es factible sostenerla en la psicoterapia con nuestros
pacientes ¿qué significa para ti regresar a la normalidad? ¿Quieres regresar a
este ritmo acelerado que, aunque vibrante, oculta los problemas más serios que
vivimos como sociedad? ¿No es un buen momento para hacer una pausa y pensar hacia
dónde queremos ir? ¿Compartirlo? ¿Cuidar lo que amamos? ¿Tomar descansos?
¿Planear? ¿Ser empáticos? ¿Valorar lo que tenemos? ¿Disfrutarlo? ¿Ayudar a
alguien vulnerable? ¿Hablar lo que necesitamos? ¿Reconocer nuestro dolor?
…
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