Claudia Villanueva Kuri
Uno de los presupuestos antropológicos y epistemológicos con los
que el psicoanálisis ha operado durante casi toda su existencia es que el ser
humano es un ente cuya estructuración y cuyo comportamiento siguen una dinámica
que es casi por completo resultado de las vicisitudes de sus procesos internos. Las pulsiones
libidinal y agresiva, las fantasías inconscientes o las representaciones de los
objetos internalizados han sido tratados por el psicoanálisis como los factores
motivacionales que mayormente explican la estructuración y el comportamiento
humanos. En este sentido, el ambiente externo y, en particular, la presencia de
otras personas han sido relegados a un segundo plano, no porque no sean
importantes o no hayan sido alguna vez reconocidos como influyentes, sino
porque no son considerados como los factores explicativos suficientes o relevantes para entender las vicisitudes
de la psique humana. Salvo algunas corrientes analíticas específicas, como las
de Fairbairn, Winnicott y Kohut, casi todo el corpus analítico presupone que el ser humano es un ente que puede
ser entendido y abordado como si fuera un sistema cerrado, el cual, aunque
puede ser en cierto sentido influido por el medio externo, no es estructurado
ni determinado por él y por tanto no se considera que el medio o los otros sean
esenciales para comprender y tratar la psique humana. En este sentido,
afirmaríamos que el psicoanálisis tiende a una visión solipsista del ser
humano, la cual puede ser definida como la creencia de que solamente existe la
vida psíquica de la persona, misma que no es sino producto de las vicisitudes
de las pulsiones agresivas y libidinales o de las representaciones de las
relaciones objetales cargadas de ambas o de alguna de las dos pulsiones. Según
esta concepción, la presencia de los demás es secundaria y sólo es analizada o
bien como objeto de descarga de la pulsión o en función de las representaciones
objetales inconscientes.
Esta forma de entender al ser humano está, sin duda, en
concordancia con la visión del sujeto que tenía la filosofía moderna, misma que
nace con Descartes y que se prolonga en ciertas corrientes filosóficas hasta el
s. XIX y principios del XX. De acuerdo a
las teorías prevalecientes en la época en que Freud se formó como médico, al
ser humano habría que entenderlo de un modo positivista, de preferencia en
función de las ciencias naturales, como la física, la biología o la medicina. Las
incipientes ciencias sociales o del espíritu (como las llamaban sobre todo en
alemán) carecían todavía del respeto de la comunidad científica y, por tanto,
no iba de acuerdo a esos tiempos el concebir y sobre todo el tratar de explicar
científicamente al ser humano como un ser social. Es por ello que, para Freud,
el ser humano es un ente que se constituye y estructura motivado por procesos
internos, de índole cuasi biológica, en los que poco o nada influye el medio
externo.
Pero, ¿qué sucedió en el psicoanálisis cuando tanto desde el punto
de vista teórico como desde el clínico los terapeutas empezaron a entender que
había que dar cuenta de algún modo de la presencia e importancia del medio y de
los otros en la constitución del ser humano? ¿Qué sucedió además cuando no sólo
las ciencias sociales fueron ganando terreno y respeto, sino cuando además la
misma biología fue entendiendo al ser humano y a otros animales como seres
sociales? En efecto, más pronto que
tarde la comunidad psicoanalítica se percató de que el desarrollo de la
personalidad de los pacientes y de sus
conflictos difícilmente se podían entender si no era tomando en cuenta el
ambiente en el que crecía la persona y, en especial, a sus cuidadores. Sin embargo,
como psicoanalistas, siempre se cuidaron mucho de no caer en una teoría
ambientalista (según la cual la explicación última de los problemas de los
pacientes residiría en el exterior), pues en ese momento dejarían de dedicarse
al objeto de estudio del psicoanálisis que es, en definitiva, el mundo interno
del ser humano. Existía entonces un reto que había que afrontar: cómo
incorporar en la teoría al medio exterior sin caer en ambientalismos. Esto significa cómo entender que los otros
pueden influir en la constitución del mundo interno y cómo debemos entender esa
influencia, sin que la explicación última de los fenómenos psicológicos resida
en el exterior. En otras palabras, cómo
concebir que aunque algunos de estos fenómenos tienen su origen en el exterior,
al final lo que importa es cómo se procesan y cómo se estructuran en el mundo
interno de la persona.
Esta tarea no fue fácil y se fue sorteando de muchas maneras, pero
lo cierto es que desde hace tiempo casi ningún analista ha dejado de tomar en
cuenta la influencia de los otros seres humanos en el desarrollo de la persona.
Ciertamente no todos lo han hecho del mismo modo, pues mientras que algunos le
confieren gran importancia a la influencia del medio y de los cuidadores
tempranos del infante, para otros el medio es sólo un factor digno de ser
tomado en cuenta, pero no relevante a la hora de entender al sujeto. Además,
aun aquéllos que consideran que los demás seres humanos son esenciales para
entender a la persona mantienen diferencias entre sí. Es por ello que uno de
los objetivos del presente trabajo es ir viendo cómo diferentes corrientes
analíticas (las que consideramos más importantes para el tema) fueron
incorporando al cuerpo teórico del psicoanálisis el factor de la influencia
tanto del medio exterior como específicamente de los otros seres humanos en la
constitución de la persona. Sin embargo,
el tema específico que más me gustaría tratar aquí es cómo se fue allanando el
camino para que pudiera surgir la corriente psicoanalítica que, a mi gusto,
mejor da cuenta de cómo los demás influyen en la constitución psicológica de la
persona y, además, la que mejor supera la visión solipsista del sujeto, a saber,
la corriente psicoanalítica de la intersubjetividad, representada por Robert
Stolorow y George Atwood.
¿Por qué el interés en esta teoría? Antes de que yo empezara a
estudiar psicoanálisis había hecho una licenciatura en filosofía y me había
graduado con una tesis sobre hermenéutica, en la que, entre otras cosas,
subrayaba la idea de que el conocimiento es un proceso en el que toman lugar no
uno sino varios sujetos (reales o virtuales) y en el que no cabe hablar de una
mente solipsista. En filosofía, el concepto de solipsismo queda definido como
la creencia de que solamente existe uno mismo (oneself) y las propias experiencias (and one´s experiences) y esta idea es la consecuencia extrema de
creer que el conocimiento está fundado en experiencias internas o en situaciones
exclusivamente personales. Según esta concepción, la presencia real o virtual
de los demás seres humanos no es necesaria ni para la construcción de la propia
conciencia ni para fundamentar el conocimiento (éste sería producto de la conciencia
propia, del “yo solo”). Pues bien, a diferencia de esta concepción, la idea de
conocimiento y de razón de la que hablaba yo en esa tesis ya no era la de la
Razón Pura (con mayúsculas) kantiana, ni era parte del Sujeto (con mayúscula)
cartesiano, sino que era una razón dialógica en la que siempre estaba implicada
la presencia de otro. El proceso de conocimiento ahí descrito tenía la
estructura del diálogo y, evidentemente, un diálogo sólo se construye junto con
alguien más. Las ideas de verdad, de comprobación, de corrección, entre otras
instancias cognoscitivas, se explicaban entonces como producto de las
relaciones comunicativas entre un yo y un tú y no como resultado de la
investigación de una mente aislada con su objeto de estudio. Aparte de presentar al proceso de
conocimiento como el producto de varias subjetividades, también desarrollé en
esa tesis algunas ideas que apuntaban al hecho de que el ser humano no se
constituye solo, ni acaba teniendo una conciencia solipsista, ni desarrolla su
razón en función exclusiva de sus procesos internos. La razón y la conciencia
humanas se constituyen, según decía en mi tesis, gracias al lenguaje y éste a
su vez, por tener una estructura que apunta a la comunicación, implica la
presencia de otros sujetos. Así, el ser humano no sólo se hace a través de los
otros (como ya se había aceptado desde Hegel), sino que además, por el hecho de
ser un ser lingüístico, en su conciencia y en su estructura ontológica está
implicada la presencia de otras subjetividades.
Resumí en menos de una cuartilla una tesis de más de cien, pero
espero que ahora se entienda hacia dónde voy en la investigación que ahora
presento. Cuando ingresé al psicoanálisis yo sentía muy solo y mecánico al ser
humano que me era descrito por mis maestros.
La visión de la persona que en un principio me era ahí transmitida era
la de un sujeto para el que los demás son sólo objetos de descarga o figuras
que pueden internalizarse, pero que siempre van a llevar la impronta de las
pulsiones internas del individuo. En
este sentido, los demás eran un suceso meramente accidental, contingente, para
la constitución del ser humano. Además, este ser humano obedecía mecánicamente
a pulsiones biológicas, su psique era susceptible de ser entendida en función
de cargas y descargas de energía y, en otro momento, su psique era dividida en
instancias como el yo o el superyó, que parecían “cosas” más o menos
delimitadas dentro de la mente.
Obviamente esta visión del ser humano fue cambiando un poco conforme se avanzaba
en el estudio de la historia de las diferentes corrientes psicoanalíticas. Con
Klein la mente se empezó a poblar de objetos, con Winnicott y Fairbairn las
demás personas (en su caso los cuidadores del infante) comenzaron a tener
valor, con Kernberg las unidades del inconsciente incluían al sujeto junto con
el objeto, etcétera. Pero aún así, yo sentía
que seguía faltando algo. En primer lugar, faltaba quitarles a los otros la
dimensión de “objetos” para el sujeto. Había que dotarlos de plena subjetividad
y dejar la palabra objeto para referirse a cualquier otra cosa, pero no a las
personas que forman parte del desarrollo y de la experiencia de vida del
sujeto. En este sentido, había que empezar a hablar en psicoanálisis de
fenómenos intersubjetivos y no de relaciones entre un sujeto y un objeto. En
segundo lugar, había que entender de un modo más profundo la influencia de las
otras subjetividades en la formación y estructuración del individuo. En
particular me refiero a que la experiencia con otras personas no sólo deja su
impronta (al estilo hegeliano), sino también que no existe forma alguna de
entender ningún fenómeno psicológico a menos que sea en función del campo
intersubjetivo en el cual aparece o del cual forma parte. En este sentido la
presencia de los demás en la psique es estructurante y constante y no sólo una
experiencia que en algún momento dejó una huella. En tercer lugar, había que
quitar de la visión del ser humano a todas las “cosas” (yo, ello, superyó,
objeto internalizado, etc.) que se le ponían en la mente y había que explicar
los fenómenos que antes se querían explicar mediante esas “cosas” de un modo
menos mecánico.
Hubo algunas corrientes psicoanalíticas que de alguna manera
superaban o solucionaban algunos de estos planteamientos, pero sin duda la
teoría psicoanalítica que más se acercaba a las ideas que yo tanto había
defendido en mi tesis de licenciatura era, precisamente, la de Stolorow y
Atwood. Y es mi interés presentar en
esta investigación las ventajas conceptuales que yo percibí en su teoría de la
intersubjetividad.
Una de las primeras es que en su investigación procuran explicar
prácticamente todos los fenómenos psicológicos, y no sólo aquéllos que tienen
que ver con el desarrollo de la personalidad o con el inicio del conflicto,
desde la perspectiva de la intersubjetividad.
Incluso aquellos fenómenos que surgen dentro del propio tratamiento
psicoanalítico, como la resistencia, la transferencia y la contratransferencia,
son explicados no como productos de una mente aislada (la del paciente o la del
analista), sino como resultado de la interacción que se da entre dos
subjetividades. Tal vez su tesis más relevante en este sentido es que ni
siquiera el inconsciente se estructura de una forma aislada. Ellos consideran
que la idea de la mente aislada, con todo y el inconsciente, es un mito que ha
prevalecido en occidente y cuya función es proteger al ser humano de un
sentimiento de vulnerabilidad que se agudizaría si no existiera el mito. Contra
la idea de la mente aislada, ellos proponen que los fenómenos psicológicos que
vive cada individuo siempre son producto del interjuego entre el infante y sus
cuidadores, o entre el paciente y el analista, esto es, siempre entre dos (o
más) subjetividades. En este sentido, se
puede decir que la concepción antropológica que presentan supera completamente
la mente solipsista de la que hemos venido hablando.
Una ventaja más es que con su teoría superan algunos de los
presupuestos antropológicos y científicos que prevalecían en el s. XIX y que
seguían presentes de algún modo en el psicoanálisis, a pesar de que ciertas corrientes filosóficas
del s. XX ya las habían rebasado. A lo
largo de la presentación de sus ideas iremos revisando algunos de ellos, pero a
guisa de ejemplo sólo mencionaré los siguientes: a) el presupuesto implícito (y en el que sin
duda existe una petición de principio) de que el individuo efectivamente posee
una mente aislada e impermeable a la influencia del medio y que sigue el curso
de las vicisitudes propias de sus procesos internos (pulsiones, fantasías,
etc.); b) el presupuesto de que el
inconsciente de cada paciente es un ente ya
constituido, listo para ser analizado y descompuesto en sus partes
(pulsiones, representaciones, estructuras, etc.) durante el tratamiento; c) el
presupuesto de que el contenido y los elementos constitutivos de este ente ya
formado (el inconsciente) pueden ser conocidos de manera objetiva y, en su
caso, también de modo universal; d) el
presupuesto de que existe una “realidad objetiva”, también ya constituida, que
el paciente ha distorsionado (movido ya sea por sus representaciones
pulsionales o por sus fantasías inconscientes) y a la cual podrá eventualmente
adaptarse. Todos estos presupuestos, que requerirían ser revisados a la luz de
ciertas corrientes ontológicas y epistemológicas que los han puesto en
cuestión, han sido criticados y superados en la teoría de Stolorow y Atwood.
Una tercera ventaja filosófica es que superan la tendencia a la
reificación o a la cosificación de los términos que conforman la investigación
psicoanalítica. Más que hablar de un yo,
de un superyó o de un objeto internalizado como si éstos existieran en forma de
“cosas” en la mente del individuo, ellos hablan de experiencias que se van acumulando y que van conformando un sentido
de moralidad (superyó) o un sentido de identidad y de constancia de uno mismo,
pero que no culminan en la formación
de una instancia psicológica, como el yo o el superyó. Sustituyen entonces la cosificación por la
idea de experiencias no estáticas y, por tanto, dejan de hablar de un ente ya
hecho (“yo” o “superyó”) e introducen la idea de que se van teniendo
experiencias que van constituyendo y transformando el mundo interno del
individuo. Dotan así al psicoanálisis de
una visión menos mecanicista del ser humano. Ahora, éste ya no es un ser
susceptible de ser entendido en términos físicos de cargas y descargas de
energía, o descompuesto en sus partes psíquicas (ello, yo, superyó), sino que
empieza a ser entendido en términos dinámicos de experiencias de vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario